A los 30 años Andrea ya era madre soltera de seis hijos. Un día, en medio del desespero por no encontrar trabajo, aceptó la propuesta de ingresar drogas a una cárcel en San José de Costa Rica. En la requisa para ingresar, temblando del miedo, decidió sacar la droga que llevaba escondida en su cuerpo y confesarle al guardia que lo hacía por necesidad, por el bienestar de sus hijos. Fue condenada a cinco años de cárcel. Por fortuna estuvo sólo durante cuatro meses, pues fue beneficiaria de una Ley que contemplaba la posibilidad de una solución alterna para quienes cometieran por primera vez este delito. Hoy, sin embargo, no ha logrado conseguir trabajo, pues su hoja de vida está "manchada". Miles de mujeres colombianas también han sido condenadas o están sindicadas por delitos menores de drogas, bien sea por ser cultivadoras, mulas o incluso sólo por portar cantidades superiores a la dosis personal. En las cárceles del país hay hoy 3.861 mujeres por delitos de drogas (el 46 % del total), de las cuales 3.153 (el 81 %) lo están por cultivar, procesar, portar o comerciar, sin haber cometido una conducta violenta u otro delito, o sin que se haya probado su pertenencia a una organización criminal. Se trata, en su mayoría, de mujeres pobres, con escasas oportunidades: el 76 % de las internas en Colombia ni siquiera ha podido concluir su bachillerato. A diferencia de las mujeres que ingresan drogas a las cárceles de Costa Rica, y pese a que el gobierno colombiano ha defendido en escenarios internacionales la necesidad de implementar alternativas al encarcelamiento, estas mujeres no han recibido ninguna consideración especial. El Estado gastó el año pasado 12.4 millones de pesos para mantener a cada una de ellas en prisión: un dinero que bien hubiese servido para brindarles alguna clase de apoyo para ganarse la vida de otra manera. Esto equivale a 39.400 millones de pesos al año, que se invertirían mejor en prevenir un aumento del consumo problemático con estrategias de salud pública, o en una política más racional que apunte a regular el mercado de drogas ilícitas para cortarles el flujo de recursos a las organizaciones criminales y a quienes, dentro y fuera de ellas, son los que en verdad se lucran del negocio. Pese a que la mayoría de las personas encarceladas por delitos menores de drogas son hombres vulnerables, para los que también es necesario buscar otra clase de respuestas, las mujeres han sufrido impactos desproporcionados producto de la absurda guerra contra las drogas. La tasa de crecimiento de la población femenina en cárceles no sólo ha sido mucho más alta que la masculina, sino que además el número de mujeres internas por delitos de drogas se ha triplicado en los últimos 14 años y ha superado la tasa de crecimiento de las mujeres internas en general. El encarcelamiento no sólo las ha afectado a ellas de manera desproporcionada, sino también a sus familias. El grupo mayoritario de ingresos por delitos de drogas para el caso de las mujeres en los últimos cinco años es el de madres solteras (43 de cada 100), mientras que para los hombres lo es el de padres en unión libre (41 de cada 100). Para el 52,8 % de las mujeres (divorciadas, separadas, solteras y viudas) que ingresaron por estos delitos, el encarcelamiento se dio en circunstancias en las que no contaban con un/a compañero/a del núcleo familiar que las apoyara en el cuidado de sus hijos; mientras que para los hombres esto ocurrió en el 27,2 % de los casos. Con la crisis carcelaria que enfrenta el país, tan solo implementar una alternativa para las mujeres que han cometido delitos de drogas (sin concurso con otros) implicaría que el hacinamiento en cárceles femeninas desaparecería (hoy es del 49 %), e incluso se liberaría el 18 % de la capacidad actual. Al descongestionar las cárceles, alternativas como el desvío a una red de apoyo o programas de justicia restaurativa con supervisión administrativa, además de ser una respuesta más humana e inteligente, redundarían en el bienestar y los derechos de las demás internas. No obstante, sería necesario reformular también la política criminal para que deje de perseguir, con todos los costos humanos y los pocos beneficios que eso genera, los eslabones débiles. Tiene razón el ministro de Justicia al señalar, en el marco de la Comisión de Estupefacientes, que Colombia ha pagado costos muy altos en esta cruzada contra las drogas. Esos costos han recaído sobre poblaciones vulnerables, como es el caso de muchas mujeres pobres. ¿No deberían estar recibiendo ya un tratamiento distinto a la criminalización y al encierro? *Investigador de Dejusticia - @SergioChaparro8