Desde hace una década, cuando estaba empezando a trabajar en la formulación de la Ley de Víctimas, que cobró vida en 2011, entendí la dimensión de la afectación de la salud mental de amplios sectores de la sociedad que habían sido sometidos a la barbarie. No se trataba solo de trabajar por la finalización del conflicto sino también de entender de qué manera, comunidades marcadas por la conflictividad extrema, pueden sobreponerse y reincorporarse a la vida colectiva de una manera armónica. Los altísimos niveles de dolor generados por el conflicto armado colombiano dejaron heridas que necesitaban de una política pública seria y compasiva para sanar.

Hoy vuelvo a pensar en la salud mental, pero desde las consecuencias de la pandemia y del confinamiento para detener su propagación. Aunque el coronavirus ha afectado la psiquis mundial, hay sociedades más preparadas para hablar del tema que otras. En contextos como el nuestro, en los que aún prevalece el machismo y la dureza de las condiciones de vida han llevado a muchos a convivir con la incertidumbre; hablar de salud mental es un tabú.

Pero hay que hablarlo: estamos viviendo una crisis sanitaria que no solo ha traído destrucción de vidas físicas y del tejido económico, sino también problemas generalizados de salud mental. Las mediciones, incluida una recientemente hecha por la Veeduría Distrital en Bogotá, evidencian que la depresión y la ansiedad van en aumento. A las preocupaciones por enfermarse, se suman aquellas relacionadas con el desempleo, la incertidumbre, la falta de concentración en el teletrabajo, la ausencia de relacionamiento y las contradicciones entre la esperanza de una vida normal y las promesas de un desconocido, y por tanto contradictorio, concepto de ‘nueva normalidad’.

No queremos una ‘nueva normalidad’, sino que anhelamos la normalidad. Al igual que las víctimas quieren recuperar aquello de lo que las despojó el conflicto: la posibilidad de vivir una vida digna, tranquila, con pocos miedos.

Mientras no aparezca la vacuna, nuestros niveles de ansiedad seguirán en aumento. Más aún, a medida que pase el tiempo. Así lo evidencia también el incremento veloz de las llamadas de la línea de atención frente a casos de depresión, maltrato infantil, violencia doméstica, ente otros.

Pero la compleja situación de salud mental, que es colectiva y afecta a ciudadanos de todos los niveles socioeconómicos (desde las personas en la informalidad hasta las del empresariado legítimamente preocupados), necesita ser discutida y atendida. Y si en Colombia pensamos ya en políticas para promover la resiliencia posconflicto, pensémoslas para atender la pospandemia también.

Lo anterior pasa por generar mediciones rigurosas y con base científica sobre la salud mental de los colombianos, a partir de las cuales se determinen mecanismos de respuesta por parte del sistema de atención primaria en salud. En el caso particular de las acciones dirigidas a personal médico, contagiados y familiares, deben contemplar una estrategia de atención en el corto plazo y un seguimiento en el largo plazo para reducir el riesgo de trastornos asociados como el estrés postraumático.

Es necesario que haya una política de salud mental que, a nivel local y nacional, también se concentre en poblaciones como los adolescentes y los mayores, quienes son los más afectados por el confinamiento. Lo mismo debe suceder con personas que venían en tratamiento.

Pero ante todo, hay que conectar las políticas de salud mental, con las de promoción de la ciudadanía. Hablar claramente del tema, permitirá entender que todos somos susceptibles, y que el cuidado de la salud mental es tan trascendental, durante y después de la pandemia, como el cuidado de la salud física. Se trata de responsabilidades que van más allá de lo individual y que suponen pensar en el otro, en los otros. Promover prácticas saludables de cuidado, conversaciones, ejercicios, meditaciones, espiritualidad y, por supuesto ayudas psicológicas y psiquiátricas, pueden ayudar a lograr esa resiliencia colectiva.

En cuanto a los gobernantes, si bien por ahora es imposible prometer certezas, sí es posible reducir la incertidumbre. Mientras no haya vacuna, insisto, la cultura ciudadana es la única salida para vivir una vida medianamente normal. Reconocer los comportamientos positivos, valorar los comportamientos de autocuidado, proyectar seguridad y trabajar públicamente por la promesa de un sistema de salud más equitativo, así como por conseguir la vacuna, una vez esté, son elementos claves de una narrativa para combatir la incertidumbre y sus graves efectos sobre la salud mental. Los habitantes de Colombia y de Bogotá necesitamos instituciones que nos ayuden a adaptarnos de nuevo a la normalidad que, con certeza, nos espera.