En diciembre del año pasado, la Corte Constitucional concedió la tutela a una joven empleada de la Universidad Nacional por las fallas de la Veeduría Disciplinaria en el trámite de la denuncia. El magistrado Lizarazo, en la sentencia que quedó numerada como T-426 de 2021, señaló que tres años definitivamente eran demasiado tiempo para considerar que se estaba dando una atención oportuna al caso y que la decisión había sido formalista en exceso al exigir un poder formal para la representación de una suplente de la abogada que apoyaba a la víctima. Adicionalmente, la Corte llamó la atención al juez de primera instancia en la tutela por haber señalado que la víctima no podía presentar recursos contra la decisión disciplinaria por no ser “parte del proceso”.

La Corte enfatizó que cuando se trata de procesos disciplinarios que tratan de la violación de derechos humanos o del derecho internacional humanitario, las víctimas tienen mayores facultades para participar en el proceso. Aunque la decisión parece bastante técnica, lo clave es que se respaldó la posición de la víctima al exigir decisiones prontas e idóneas y se reprochó a la universidad por su desidia en la atención del caso.

Creo que vale la pena leer este fallo a la luz de dos decisiones más en las que distintas universidades han sido condenadas por la Corte Constitucional por no ofrecer a las mujeres el respaldo que la Constitución les exige. La primera de ellas es la sentencia T-878 de 2014 en la que la Corte Constitucional, con ponencia de Jorge Iván Palacio, condenó a la Universidad Tecnológica de Cartagena por haber despedido a una secretaria que era novia de un estudiante y había sido agredida por él. Aunque la universidad indemnizó adecuadamente a la demandante por el despido, la Corte consideró que era su deber mantenerla como empleada y apoyarla como víctima de violencia basada en género. La siguiente es la decisión T-239 de 2018, en la que la Corte Constitucional condenó a la Universidad de Ibagué por haber despedido a la profesora Mónica Godoy por gestionar los reclamos de las aseadoras contra los empleados de seguridad de la universidad y luego apoyar a los empleados de seguridad que no estaban relacionados con el caso, y también fueron despedidos. Al igual que en el caso anterior, la Corte concluyó que la universidad había desbordado sus facultades como empleador al despedir injustamente a la profesora, aún si le pagó la indemnización estipulada por la norma jurídica.

Como lo indicó la sentencia T-426 de 2021, no faltan normas jurídicas que establezcan deberes de atención oportuna y eficaz a las mujeres víctimas de la violencia de género. Estos cuerpos normativos, además, han señalado la importancia que tiene la educación en la superación de los patrones culturales que perpetúan la violencia. El artículo 8 de la Convención de Belén do Pará, por ejemplo, indica que los Estados parte de la Convención deben desarrollar programas educativos formales y no formales encaminados a este fin, además de programas de capacitación a los funcionarios públicos. El artículo 11 de la Ley 1257 de 2008, por su parte, prevé que el Ministerio de Educación velará porque los establecimientos educativos tengan programas sobre derechos humanos, desarrollen programas para capacitar a padres y estudiantes, contribuyan a la protección de los menores desescolarizados por la violencia y faciliten que las mujeres se vinculen a carreras no tradicionales. La sentencia T-239 de 2018, adicionalmente, exhortó al “Ministerio de Educación Nacional para que establezca lineamientos para las instituciones de educación superior en relación con: (i) los deberes y obligaciones de las universidades, instituciones técnicas y tecnológicas en relación con los casos de acoso laboral o de violencia sexual y de género que suceden al interior de las mismas; y (ii) las normas y estándares que regulan la atención de casos de posible discriminación en razón de sexo o género en contra de estudiantes y docentes en los centros de educación superior.”

El caso de la sentencia T-426 de 2021 pone de presente la importancia de que las campañas para erradicar, prevenir y sancionar la violencia de género en las universidades sean integrales. No basta con establecer rutas, protocolos y procedimientos si las quejas van a resultar infructuosas por el excesivo ritualismo, las demoras y el rechazo a las solicitudes de las víctimas. De otra parte, no basta con aplicar rigurosa y estrictamente las sanciones, si no existen campañas que busquen cambiar los patrones socioculturales que apoyan y normalizan las conductas de los agresores. No hay que olvidar que las sanciones disciplinarias que se dan en los ámbitos escolares no solamente están limitadas en sus efectos al mismo ámbito universitario, sino que la más grave de estas sanciones convierte al agresor en un problema para las demás instituciones, pues la causa del despido debe ser protegida para proteger el derecho a la intimidad del acosador.

Los programas que abordan de manera integral la violencia sexual en las universidades, de otra parte, están ya inventados. En Columbia University, por ejemplo, mi colega Suzane Goldberg está liderando un programa de bienestar integral que conecta la salud mental, con la violencia de género y el consumo de sustancias. Su estrategia se despliega desde una vicerrectoría con los recursos económicos y humanos para marcar la diferencia. Es cierto que esto llega demasiado tarde en un país con movilización en torno a la violencia sexual en las universidades desde los años sesenta. Pero no tenemos que esperar nosotros tanto tiempo. Existiendo la evidencia del problema y la solución, no hay argumento para esperar.