En épocas de crisis, abundan fórmulas mágicas. Son tiempos de frases célebres y eslóganes, que excitan mucho a los políticos, para explicar grandes berenjenales. Uribe habló de “tres huevitos”; Santos, que bastaba con apaciguar a las Farc; Duque, que la “economía naranja”; Petro, como Proudhon, del poder mágico del crédito, eso que Marx calificó de “fantasía filistea”.
También se difunde por estos días que “con educación todo se puede”, para darle sustento, tal vez, a una reforma educativa en ciernes, cuyo eje es el “capital humano”.
¿Es suficiente la educación para cambiar la sociedad? El destacado experto José Fernando Ocampo (no José Antonio) llama “obsesión axiológica” a los superpoderes transformadores que se le endilgan. Eran los deseos de la escuela constructivista, que sueña con volver al estudiante el constructor de su conocimiento. “Tengo el convencimiento de que la educación por sí misma es impotente para regenerar la sociedad, si la sociedad misma no se transforma. ¿Cómo puede lograr la escuela sola infundir una actitud tolerante, cívica, de reglas de juego definidas y respetadas, si el Estado, la justicia, el sector financiero y productivo, ni las establece ni las respeta?”.
“¿Por qué exigirle a la escuela lo que la sociedad no le permite dar, si, por ejemplo, el motor principal que mueve la economía es la ley de la máxima ganancia? Resulta un contrasentido responsabilizar a la escuela de una cultura de violación de las reglas de juego… si los mismos gobernantes trasgreden olímpicamente los principios establecidos en la carta política”.
Ocampo interpela a quienes alegan que la educación debe “concientizar” para “el cambio” y a quienes “adoctrinan” para obedecer: “La concientización como objeto educativo, en el caso de la política y de la cultura, es el desprecio por el conocimiento científico, por la instrucción, por la técnica y por transmisión de lo más avanzado de la ciencia”. “Esa ‘obsesión’ también… se convierte en subjetivismo cerrero y no es extraño que desemboque en un mesianismo ilusorio contra la violencia y la corrupción” (Ocampo, 2019).
En el limitado papel como factor productivo, la educación demanda un presupuesto al menos acorde. En Colombia, se recortó, por los acuerdos con el FMI, en más de 245 billones –en pesos constantes de 2022–. En dos decenios de funcionamiento del Sistema General de Participaciones (SGP), se descargaron las responsabilidades en las regiones y se creó una brecha que Uribe, Santos y Duque agrandaron y que Petro no plantea cómo cerrarla.
Faltan requisitos para un sistema educativo moderno como los tres grados de preescolar obligatorios; el nombramiento de docentes con categoría profesional; la vinculación de centenares de catedráticos universitarios; plantas físicas para universidades y colegios públicos; tope de 20-30 alumnos por aula; jornada única de ocho horas y tecnología que ayude a la educación más científica. Se exigen otros ítems como autonomía escolar, evaluación docente u objetivos para la formación personal o laboral. La mala noticia es que estos elementos necesarios contrarían las reglas fiscales del FMI y la Ocde, las de la reforma tributaria de 2022.
Hay una suerte de aberración conceptual. La idea de la educación como determinante en el crecimiento forma parte de esa teoría que concede al “capital humano” rendimientos constantes a escala. Un trabajo sobre el efecto verdadero pone en duda el enunciado, al comprobarse que “el nivel de capital humano, medido por nivel educativo, podría jugar un papel indirecto en el crecimiento a través de la tasa de progreso técnico… pero no se encuentra evidencia empírica de la relación directa” (Seren MJF, 2003).
En cuanto a los países de América Latina, Eduardo Sarmiento, al observar que la mayor cobertura en educación “no estuvo acompañada del desarrollo industrial”, que pudiera “extender sus beneficios” en el “aprendizaje en el oficio”, para “entrar a actividades más complejas”, indica que “la formación depende del modelo económico”. Aunque aumente el gasto público, no es separable la “incidencia”, entre otros, del “capital físico”, cuyo adelanto se entrabó por el saqueo a que se somete a Colombia (Sarmiento, 2000).
Ningún atributo social avanzará a plenitud sin que se decidan de forma autónoma las políticas públicas, en particular la económica, lejos del neoliberalismo imperante, y sin un régimen democrático que fomente el bienestar general. Carlos Gaviria exhortó en 2006: “Construyamos democracia, no más desigualdad”. Por ahí debe empezar todo.
Nota. Un lector me dijo que la elusión fiscal, respecto a la columna anterior, por la recompra de las acciones en TGI, fue menor a 150 millones de dólares, regía la Ley 1607/2012, que bajó el porcentaje.