Dicen que las verdades a medias no son verdades. La estrategia de hablar con medias verdades es parte del arte del engaño, que busca inducir a que las personas valoren como verdad, algo que se ha dicho para lograr reacciones esperadas en una audiencia determinada. Esta es la manera de construir nuevas narrativas, que se van arraigando en el sentir y en el pensar de un pueblo, especialmente en el de las nuevas generaciones que van creciendo desprendidas de vivencias y de contextos históricos.

Dentro de la polarización política que se ha venido fortaleciendo, ya en transición hacia la polarización social, el contar verdades a medias se ha vuelto rutinario; el narrar historias mal contadas, amañadas a conveniencia de un lado o del otro es casi rutina, parte de la cultura nacional. Este panorama se hace crítico por el poco interés —especialmente por parte de los jóvenes— por investigar, por profundizar, en los temas que de una u otra manera impactan en el futuro de sus vidas, como persona y como parte de una sociedad que comienza a afrontar nuevos y multidimensionales retos.

Tal vez muchos pensarán que este aspecto es un tema menor, pero realmente no lo es; por el contrario, reviste una trascendental relevancia, pues si en realidad queremos generar un verdadero cambio —que permita recuperar la armonía perdida entre los colombianos—, se debe reparar la esencia misma de la verdad como condición básica de la paz. Mientras esto no suceda, seguiremos creciendo y envejeciendo en un ambiente de tensiones, rencores y odios, precisamente alimentados por esas historias mal contadas. Pienso que si no somos honestos con nuestras palabras, difícilmente lo seremos con nuestras acciones y viviremos en un ambiente corrupto tanto en lo público como en lo privado.

Los ejemplos de las historias mal contadas en nuestro país están a la luz de todos y con el silencio complaciente de las mayorías, de los que callan por temor, de los que callan por indiferencia, dejando a quienes escuchan, que construyan la historia de nuestro país al criterio de quienes hacen el relato.

Desde la manipulada narración de la llamada ‘masacre de las bananeras’, para no ir más atrás, los hoy desafectos por la institucionalidad se han casado con la cifra de más de 3.000 muertos, pues esa es la cantidad de fatalidades que matriculó para la historia Gabriel García Márquez en su libro de ‘tragedia mágica’, Cien años de soledad, cuando las investigaciones no señalan más de nueve muertos en esos conflictivos momentos de la lucha obrera, lo que luego reconocería el Nobel de Literatura en una entrevista a la prensa británica en el año de 1990. “Vendía más mostrar un tren lleno de muertos” señaló en su momento el escritor; pero el daño quedó en la memoria no solo de los colombianos, sino de la izquierda latinoamericana. Hoy sigue siendo la bandera de muchas organizaciones antigobierno.

En un país cuya emotividad y percepción de la realidad se mueve con estadísticas, las cifras son relevantes, son importantes. Cuando esos números forman parte de una narrativa, de una historia mal contada, el impacto en la audiencia es determinante. Colombia es un país donde a diario suceden eventos que van hilando los elementos que pasarán a formar parte de un nuevo relato y, en la mayoría de los casos, se busca la manera de distorsionar la verdad de lo sucedido y esa distorsión es mayor cuando esa historia que se teje, se aleja de la rigurosidad técnica, judicial o lo que sea que alimente la data estadística. A veces parece que se juega al ‘confunde para vencer’ cuando se lanzan cifras sin sustento, con el solo afán de mostrar que se está haciendo algo al respecto o en el más triste de los casos para aparentar que se tiene conocimiento sobre determinado tema y así lo vemos a diario con porcentajes de una cosa y totales de otras.

Hace poco se celebró un aniversario más del triste capítulo de la masacre en la sede de la justicia colombiana. Hoy cuando se refieren al tema, se habla de ‘la toma y la retoma del palacio de justicia’, pero cuando se escucha, tan solo para un ejemplo, lo que los guías turísticos cuentan a los visitantes a la plaza de Bolívar, solo se hace referencia a quienes fueron llevados a la casa del florero y fueron desaparecidos. En esta historia mal contada, es irrelevante que el M-19 —movimiento al cual pertenece o perteneció el actual presidente de la República— asaltó, incendió las instalaciones judiciales y asesinó a casi un centenar de personas, entre ellos a los más destacados representantes del poder Judicial de la nación, como parte de un perverso acuerdo con el jefe del narcotráfico Pablo Escobar. En esa historia mal contada no se cuenta que el Estado recuperó de manos de los terroristas la sede judicial, rescató con vida a más de dos centenares de personas y evitó que ese asalto criminal fuera un elemento desestabilizador de la democracia. Tampoco cuentan que los únicos perseguidos judicial y mediáticamente por más de tres décadas han sido los militares, algunos aún sin hacer un solo disparo, han sido condenados. Los otros, los criminales que planearon, asaltaron, asesinaron e incendiaron, nunca fueron a la cárcel y hoy reciben jugosos salarios por parte del Estado. Sobre la cifra de los desaparecidos, el imaginario nacional se casó con una cifra, la que a medida que pasa el tiempo se hace más cuestionable. Pues algunos ausentes, están en el exterior y otros, sus cuerpos, han aparecido en aulas de facultades de medicina, en fosas comunes y algunos fueron registrados con nombres diferentes. Los que narran esta historia mal contada no dicen que, en esa época, la falta de rigor forense fue parte de la construcción de una cifra confusa.

La historia mal contada de la ‘masacre de Mapiripán’, en el departamento del Meta, es un revuelto de verdades y mentiras, de falsos testigos y de mucha impunidad. Este evento, ocurrido en el año de 1997, donde ciertamente se cometieron atrocidades contra una población indefensa, ha sido objeto de una narrativa que ha llevado a la cárcel únicamente a los militares, algunos de ellos de manera injusta. La historia habla de 49 muertos, durante los días de ocupación de los delincuentes. Esta cifra hizo que se escalara la tragedia hasta instancias internacionales y el Estado fuera condenado a pagar cuantiosas indemnizaciones. Hoy está demostrado que esa cifra no es real, que el colectivo que representó a las víctimas manipuló información, montó víctimas y testigos falsos. Hoy la verdad sobre esa masacre no es importante, pues esta historia se sigue contando tal como salió a los medios en su momento, por cascadas informativas y, con el pasar del tiempo, la verdad que comienza a salir a la luz a cuentagotas, no tiene mayor efecto. Los delincuentes hoy fungen como gestores de paz y los militares llevan el peso de la condena jurídica y social sobre sus cabezas.

La tapa de la olla, de las historias mal contadas, está en la cifra matriculada por la Justicia Especial para la Paz, de los 6.402 casos de ejecuciones extrajudiciales que, dice ese organismo, fueron cometidos por miembros del Ejército Nacional. Una vez salió a los medios ese número, inmediatamente se dio inicio a una campaña sin precedentes para construir una narrativa en torno a estos crímenes, buscando responsables más allá de los autores materiales para tratar de dar forma a una estructura criminal, con la cual se pueda definir un esquema de sistematicidad, con la existencia de máximos respondientes y así poder vincular a los generales como la cereza del pastel. Murales, vallas, redes sociales, todo vehículo posible ha sido utilizado para darle fuerza a la historia de cómo el Ejército de los colombianos asesina a su pueblo. Hoy la misma jurisdicción especial reconoce que esa cifra es un estimado y no un número real; hoy los militares, responsables en algunos casos e inocentes en otros, comparecen ante esa justicia y la verdad que de allí salga no será tan real, pues tantos unos como los otros dirán lo que los magistrados quieren oír, que son culpables, pues los militares entienden que es mejor ser un culpable libre, que un inocente preso, que es mejor reparar con servicio social y no terminar en la cárcel pagando —en algunos casos— lo que hicieron, evitando así un proceso largo y costoso que no les garantizará su inocencia. Mientras tanto, los que se organizaron para masacrar, atentar y atacar al Estado y a los colombianos, se pasean por foros en eventos empresariales, por universidades y otros escenarios académicos, contando su versión de la historia, recibiendo millonarios sueldos y hasta legislando, mientras a los militares se les impide el acceso a esos mismos escenarios para confrontar su narración y permitir así que los colombianos hagan su propio juicio.

Muy posiblemente, el que sin visión lea este escrito, me va a señalar de negacionista, lo que no podría ser, pues los hechos hablan por sí solos, pero debo dejar claro que, en la búsqueda de la paz, el costo siempre es alto, pero la verdad no puede ser parte de ese paquete. Tratándose de las tragedias que por causa de décadas de violencia ha sufrido el pueblo colombiano, existen intereses perversos en tejer historias y contarlas mal, partiendo de hechos ciertos. Pues detrás de esa narrativa viene el propósito de obtener sumas de dinero importantes, en unos casos, y en otros, lesionar de manera grave a la institucionalidad de nuestro país. Lo que no pueden permitir los colombianos es que una narrativa confusa o poco clara dificulte la comprensión de lo que pasó en realidad y los villanos terminen en la plaza pública aplaudidos como héroes, mientras que los que realmente sacrificaron su vida y dieron todo por la patria, son arrinconados y mirados como criminales.

Las historias mal contadas nos tienen sumidos en una confrontación permanente, caótica y sin sentido alguno; este juego verdaderamente le conviene a algunos, pues ese ruido blanco o estática —como lo define el filósofo Franco Berardi— desgasta, divide y enfrenta a una sociedad. Y frente a ese panorama se presenta un reto grande, pues los que tienden a contar mal las historias, tienen la facilidad de escribir, cuentan con presupuestos, tienen el acceso a escenarios en donde pueden relatar al amaño su versión de lo ocurrido. Por eso los mayores tienen la responsabilidad social de contarle a sus hijos la verdad y no dejar que todas las mentiras que se mueven en los medios sean la fuente de su conocimiento. Los que han construido la historia deben escribir su verdad para que su aporte sirva de contraste y permita que los demás construyan sus propios juicios.