¿Se puede saber a dónde vas con esa cacerola? – me interceptó mi mujer cuando ya iba de salida de la cocina. – A protestar contra el Gobierno –le dije más eufórico que nunca. –¿Y por qué no coges mejor un exprimidor? –pidió mientras me la arrebataba de las manos. –Porque no es contra la economía naranja, sino contra su falta de liderazgo… –le dije. –¿Y cómo vamos a cocinar los huevos de mañana? –Huevo el que tiene Duque; huevos los tres huevitos de Uribe –contesté. –Pero está como nuevo, tiene el teflón intacto… –Al revés: ya se le rompió el teflón, la gente al fin sale del embrujo uribista… –Me refiero a la cacerola: mejor agarra una olla... –Es precisamente donde nos tiene el Gobierno: en la olla. Parecería un acto de apoyo. Salió tras de mí con un plato y un tenedor porque, a diferencia del Gobierno, mi mujer siempre ha tenido la sartén por el mango, y en mi casa se hace lo que ella ordene. Aunque es bastante desordenada. Y con esa improvisada loza me sumé al cacerolazo desde la ventana de la casa, asunto que descarrilaba felizmente mis planes de la semana.

Porque mi semana había arrancado con la posibilidad de soltar para Colombia una exclusiva extraordinaria. El miércoles llegó a mis manos el audio completo de la conversación de Pachito Santos con la canciller Claudia Blum, un material verdaderamente explosivo, a diferencia de lo que encontró la policía en sus allanamientos a las ONG y revistas culturales. Publico al menos un fragmento: F.S.: Sí, te decía que cuando (inaudible) vino por acá, fue desesperante: no tenía nada de estrategia; nos ponía a correr, a sacar citas y luego las cancelaba. Después se ponía a tocar guitarra o a jugar pelota por toda la casa, y una vez se tiró un florero y María Victoria se puso furiosa, pero, claro, no le dijo nada… Yo decía: ¿a qué viene? Bajaba a media noche a asaltar la nevera, y subía al cuarto potes de helado y chocolates dizque para ver series de Netflix, pero era pura ansiedad… C.B.: Claro, qué desastre… F.S.: Y ni hablar de la esposa –se me va el nombre de ella en este momento–: vino con ese vestido verde menta y el fomi se le arrugó: me tocó pedirle al primer secretario que fueran corriendo a una papelería a comprar más material para arreglárselo, porque la señora se ponía furiosa… C.B.: Es que ese vestido fue un fiasco… Pero estamos en Colombia, y cuando ya tenía preparada la chiva de mi vida, sucedió lo que todos vivimos: después de una semana en que el Gobierno quiso intimidar a la ciudadanía sacando al ejército a la calle y ordenando allanamientos a carteles tan peligrosos como Cartel Urbano, la revista cultural, una manifestación multitudinaria salió a la calle y protestó contra la mano derecha del presidente eterno de todos los colombianos, el mejor guitarrista del Gobierno, nuestro presidente efímero: don Iván Duque.

La jornada acabó manchada por desmanes de violencia en que varios encapuchados atentaron ya no digamos contra las estaciones de TransMilenio, sino incluso contra los renders del metro de Bogotá: los dejaron tan manchados como la gestión de Pachito ante su propio gobierno. Y cuando parecía que la noticia del paro era el moño de violencia que encerraba lo que había sido una protesta creativa y pacífica, sucedió el milagro: las cacerolas de miles de ciudadanos sonaron espontáneamente por toda la ciudad y arruinaron el deseo de los vándalos, la calma del Gobierno y los huevos del desayuno de media Colombia. Me dejé contagiar por el reclamo ciudadano. No me importaba que el anunciado helicóptero de la policía sobrevolara mi casa y, ayudado por la cámara de reconocimiento facial, me individualizara como un vándalo de los trastes; tampoco que las autoridades allanaran mi casa y procedieran con una incautación de cacerolas que nos dejara sin loza.

Fue entonces cuando bajé a la cocina y sucedió el diálogo con mi mujer, y terminé sumándome a la protesta con el tenedor y el plato con que quiso despacharme. Le pegué al plato con la cuchara para protestar contra este Gobierno cuyo rumbo es el pasado, mientras imaginaba que toda Colombia haría lo propio. Incluso imaginé ingenuamente que Fajardo haría un esfuerzo y, desde la clínica en que lo confinó su gastroenteritis, golpearía con una cuchara la bacinilla que le asignó el médico. Soñaba que cada ruido retumbaría en la conciencia del Gobierno para que comprenda el momento, convoque a todos los sectores políticos, lidere un pacto de unidad y lo represente en su gabinete. En esas andaba cuando escuché que en otra ventana de la casa sonaba un golpeteo rítmico y metálico que se sumaba al ruido del barrio. Y cuando me acerqué al origen lo detecté: era mi mujer, que azotaba con fuerza la cacerola nueva.

–¿Esa no fue la que me quitaste? –Sí –me dijo–. Quería reservarla para mí. Entonces nos sumamos ambos a la noche más rara y emocionante de la historia reciente de Colombia: la noche en que con unas cacerolas le mostramos al Gobierno que nos sobran huevos. Y que nos tiene fritos. Al día siguiente desayunamos cereal.