Esta semana mi pecho se inflamó de orgullo cuando, por los mismos días en que el autoproclamado presidente de Venezuela, Juan Guaidó, visitaba el país, un compatriota me abordó en Carulla y me mostró el boceto de la nueva cédula. Dios mío, qué diseño. Parecía una tarjeta de Timoteo; una de las antiguas credenciales de amor de los años ochenta. A la trenzada bandera tricolor en forma de bucle, bien le cabría un sombrero vueltiao, y turpiales y pentagramas sobre la letra en cursiva que dice Colombia, en bella caligrafía gótica: ¿qué tal sumar una orquídea; un atardecer llanero; un acordeón y el inodoro de Chofy Jattin, entre otros símbolos patrios? Parecía la calcomanía del vidrio frontal de un bus, de un Pullman: ¿esa es la paz de Duque?; ¿de verdad pretenden que, con semejante diseño, alguien se interese en renovar la cédula, como no sea Nicolás Maduro, empujado por la grave situación en que él mismo dejó a su país?

Y, sin embargo, en una segunda mirada, es evidente que aún quedan espacios vacíos; que hay lugares en los que cabría un merecido autohomenaje para que el Gobierno de la equidad termine de pasar a la posteridad, como bien lo merece. Agregar en una esquina a Iván Duque con la pelota dormida en la frente, como una foca amaestrada; la efigie de Marta Lucía Ramírez rodeada de niños venezolanos pobres; el holograma invisible, pero presente en toda la superficie, del rostro eterno de Álvaro Uribe, acaso con audífonos. Y, encima de la huella dactilar, la escena gloriosa del presidente interino Guaidó ingresando al Palacio de Nariño donde lo recibe su homólogo, el presidente interino de Colombia Iván Duque, sobre una alfombra roja en la entrada de armas de la casa presidencial. En las redes diluviaban imágenes alusivas al gordo y el flaco, soeces juegos de palabras sobre la presencia de un presidente sin país en un país sin presidente, entre otros comentarios infames, como si la cumbre de dos mandatarios que no tienen mando mereciera burlas. La oficina de prensa del Palacio de Nariño circuló fotos de los mejores momentos del encuentro: frente a frente, en una mesa, Duque aparecía rodeado de parte de su gabinete, dentro del que sobresalen su mano derecha, María Paula Correa; su canciller; la vicepresidenta Ramírez, y el fantasma de Uribe; y al otro lado se podía observar a Guaidó rodeado él también de todos sus ministros: es decir, completamente solo. –Presidente, nuestro cerco diplomático ha sido efectivo: no van ni 9.000 horas desde el concierto, y Maduro está desesperado… ¿Cómo pudo ser el diálogo de Duque con su par? Y sobre todo: ¿cómo hizo para comprenderle, si Guaidó habla a la velocidad en que todos quisiéramos que cayera el régimen de Maduro? –¡Feliz aniversario, presidente! ¡Se cumple un año de nuestro exitoso cerco diplomático! –exclamaría Duque. –Gracias, presidente, igualmente: fue un gran cabezazo. –Cabezazo este, mire –señalaría Duque, mientras el edecán le ofrece la pelota que domina en la frente. –Extraordinario, presidente: a mí me gusta es el básquet… –¡Ahora jugamos! ¡Y le hago un tour por Palacio, así cuando yo vaya a Miraflores usted me devuelve atenciones! –¡Ejem…! Claro… Ahora estamos remodelando unas cosas…, pero… ¡Ejem…! Cuando terminen la obra los invito… y se quedan a dormir allá… en mi palacio… El asunto es que se han hecho buenos amigos, para fortuna de ambos, y eso, probablemente, les permitió reflexionar con franqueza sobre sus estrategias fallidas. –Presidente, nuestro cerco diplomático ha sido muy efectivo: no van ni 9.000 horas desde que lanzamos el concierto, y ya Maduro está desesperado… Sin embargo, podríamos revisar la estrategia…–se arriesgaría Guaidó. –Sí, presidente: podríamos pensar en otro concierto, pero con mejores artistas; o repartir dulces a los niños en la frontera: lo consultaré con el Presidente Eterno... –Tú también deberías autoproclamarte presidente, chamo, como yo… –No es mala idea… Eso también se lo consultaré. Posteriormente viajaron juntos a Davos, donde Duque prometió que sembrará 180 millones de árboles en lo que queda de su mandato: 240.000 árboles por día, casi 9.500 árboles por cada hora en que no caiga Maduro. Ojalá no los ubique cerca de los lugares donde hará fracking. Y dé la orden de que no los asperjen con glifosato.

Y ojalá, también, aquellos árboles quepan en un rincón de la nueva cédula, como parte de su legado. Porque muchos comentan que el cambio de documento es innecesario y solo sirve para otorgar un contrato millonario con intereses ocultos. Yo creo, al revés, que si el resultado de esta sospechosa y prematura modificación es un diseño que la justifique, bienvenido el cambio. Finalmente, no se trata de un documento cualquiera. En Colombia, la cédula sirve para abrir las puertas que tienen seguro, recibir fichas de visitante en recepciones, limpiar las ranuras de los dientes después de almuerzo. E incluso hay gente que la ha utilizado para votar. Lo mínimo, entonces, es que también sea útil para inmortalizar los mejores momentos protagonizados por el Gobierno, y aún los que están por venir: como la futura visita de Duque al palacio de Guaidó para jugar básquet.