Ciertamente, las iglesias minoritarias –protestantes- de comienzos del siglo XX, que reclamaban entonces la ampliación de la esfera pública, dieron un viraje en tiempos recientes a colectividades típicamente sectarias. En contraste, la Iglesia Católica transitó de un discurso excluyente, heredado de la Regeneración, a una costosa ambigüedad política. A comienzos del siglo XX las iglesias minoritarias, hay que reconocerlo, tuvieron que enfrentar el poder hegemónico de la Iglesia Católica que, con el aplauso y complicidad de buena parte de los gobiernos de turno,  marginó a los protestantes de las escuelas, y hasta de los cementerios. Fue una violencia que en la década de los 50 cobró materialidad en desplazamientos forzados, linchamientos públicos y asesinatos de protestantes, en varias de sus denominaciones. En aquellos días la iglesia católica, involucrada de manera protagónica en la contienda partidista alimentó, con notables excepciones, la estigmatización y la eliminación del adversario: ser liberal es pecado, rezaba Monseñor Builes atizando un enfrentamiento sin tregua y sin perdón. Del cese de la violencia y con estas marcas, la Iglesia Católica emergió como parte responsable de la fragmentación del mundo político, pero también paradójicamente, y es necesario relevarlo, como poder articulador de la nación dividida. En efecto, el nacimiento del Frente Nacional se hizo acompañar de misiones eclesiásticas de paz que recorrían  los más diversos rincones de la azotada geografía nacional. El saldo neto fue la instalación de un doble rostro de la Iglesia: por un lado se instauró como fuente de la división y del poder, y por el otro, menos nítido, como agente de paz. Los años que siguieron fueron de resentimientos y de secularización creciente durante los cuales  la Iglesia Católica no solo perdió adeptos, sino que vió erosionada su capacidad de convocatoria social . La recuperación de su rol de promotora y aliada de la paz no obstante se fue abriendo camino con la acción de la Conferencia Episcopal en su papel mediador, y con la labor admirable de su brazo humanitario, la Pastoral Social. Sobre esa línea parecía proyectarse al futuro. Sin embargo, volvió inesperadamente a fallarle a la democracia y a la paz en un momento crítico y decisivo de su voz, el del Acuerdo de paz con las FARC.  Cuando se esperaba que con su potente estructura organizativa e institucional de púlpitos y parroquias extendidas por todo el país la Iglesia Católica inclinaría definitivamente la balanza a favor de la paz y el apaciguamiento político, optó por una ambigüedad, siempre cómplice, o un militante mutismo. Tremendo error. En contraste, las antes viejas minorías religiosas, también con notables excepciones, como la comprometida iglesia menonita, gritaron sus preferencias desde sus lugares de culto, en sus liturgias y en la arena política, ya no como los antiguos voceros de la democracia, sino como  portavoces de un discurso oscurantista y justiciero en el cierre de esta parábola centenaria. En uno y otro lado se impusieron finalmente los sectores más retardatarios que desvirtuaron la paz alcanzada, invocando perversamente discursos de “moral y buenas costumbres” que en realidad promovían la xenofobia, el racismo, la misoginia y la homofobia. Con variados repertorios de  satanización de los Acuerdos de la Habana, , fueron movilizadas electoralmente amplias huestes de los sectores populares contra los términos de la paz negociada. Balance: Perdió la Iglesia. Perdió Colombia. Estamos en Semana Santa y la paz alcanzada más allá de si es “perfecta o no”, de si es popular o impopular, exige nuevamente  definiciones estratégicas. ¿De qué lado estará la Iglesia Católica hoy? En materia de paz, el Papa Francisco le señaló el camino. Todavía está a tiempo de seguirlo. En  esta semana de reflexión, Colombia clama una vez más por el regreso de los dioses de la paz.