Todas las guerras del mundo prosiguen su marcha, desde las varias que se reproducen en el Oriente Medio hasta la guerrita perpetua del ELN en Colombia. Se acabó su cese el fuego de un mes, que no había sido respondido por el Gobierno de Iván Duque, aun más empeñado que los guerrilleros en perpetuar la violencia. Y las disidencias de las desmovilizadas Farc, y los renovados paramilitares, los llamados grupos armados organizados (GAO), también siguen actuando. Se habla ya de 32 de ellos. Sigue la guerra comercial entre los Estados Unidos y la China. Y se ha desatado también una guerra más o menos clandestina con muchos beligerantes por los derechos sobre la posible vacuna contra la covid-19: una guerra nueva.
Si este de la continuidad de las guerras es un signo trágico de que la pandemia no nos ha hecho más buenos y solidarios, como esperaban (o esperan) las buenas almas optimistas, también hay signos cómicos. Miren al primer ministro británico Boris Johnson, que de su choque personal con el coronavirus emergió idéntico a sí mismo, con su misma peluca y su misma ambición rubia. Le dio las gracias al enfermero que le salvó la vida, un inmigrante, pero a continuación siguió promoviendo su ‘brexit duro’ que expulsa del Reino Unido a los inmigrantes (y tal vez también a los escoceses). No es que sea tonto; es que es egoísta. Y sabe que su egoísmo coincide con el egoísmo y la xenofobia de millones de votantes del partido tory, que por eso lo llevaron al poder. O miren el caso del presidente norteamericano Donald Trump, enquistado en su campaña electoral. O vean al primer ministro indio Narendra Modi, que está utilizando la pandemia para hinduizar la India en contra de los musulmanes y de los budistas. O al israelí Bibi Netanyahu, que la usa para anexar media Palestina. O al primer ministro húngaro Viktor Orbán, o al mariscal egipcio Abdulfatah al Sisi, o al comandante nicaragüense Daniel Ortega, que la usan para consolidarse en el poder. Cada cual en lo suyo, y a lo suyo. ¿Solidaridad llaman a eso? Ya vemos cómo los bancos –¡los bancos!– pagan en la prensa anuncios “solidarios”. Que son, como han sido siempre, anuncios publicitarios. Porque ni siquiera es cierto, como nos prometen los optimistas, que la industria publicitaria vaya a ser la primera en desaparecer, con el turismo. Al revés: va a florecer, más dañina que nunca. También hay signos cómicos de que la pandemia no nos ha hecho más buenos. Miren al primer ministro británico, que emergió de su choque con el coronavirus idéntico a sí mismo. Sí, tal vez haya alguna gente sin poder, aunque sí con cierta resonancia mediática –economistas como el francés Thomas Piketty o el bangladesí Muhammad Yunus; los partidarios del “capitalismo con rostro humano” propuesto y a veces logrado en Europa occidental por la socialdemocracia; o hasta la revista The Economist, habitualmente tan inclinada a la defensa del capitalismo realmente existente pero que hoy de golpe sueña con una economía sin carbón ni petróleo: con otro capitalismo–, tal vez haya gente sin poder, digo, que (y tal vez por eso) crea posible un cambio para mejor de la sociedad humana. Libertad, igualdad, fraternidad, como prometía hace más de dos siglos la Revolución francesa. Otros economistas, como Paul Krugman en sus columnas del New York Times o Salomón Kalmanovitz en las suyas de El Espectador, son más escépticos. Y cuando uno ve, por ejemplo, cómo el Gobierno de Iván Duque y Alberto Carrasquilla solo les da plata a los ricos para aliviarles los costos de la producción pero no les ayuda a los pobres a aliviarles los costos del consumo, el escepticismo parece bastante lógico.
Entre tanto, como siempre, los raponeros raponeando, los politiqueros robando, los asesinos asesinando, y nosotros los columnistas pontificando. (El sumo pontífice también lo hace, urbi et orbi, ante una plaza desierta). Cuando pase la peste, la solidaridad que habrá, que seguirá habiendo, no será una sola, del género humano en su conjunto, como canta ilusamente la letra del himno comunista La Internacional. Sino muchas. Sectoriales, nacionales. Y nacionalistas, y de clase. Las mismas que hoy vemos, reforzadas por el susto que habrá pasado dejando exacerbadas las desconfianzas. “¡America first!”, como predica Donald Trump. Y cada cual “first”, cada cual primero, de digamos la China a, pongamos, Haití. Qué tristeza siniestra que sea Trump el heraldo de la nueva era.