En días pasados, se conmemoraron veinte años del asesinato de Luis Carlos Galán, diez años del de Jaime Garzón, quince años del de Andrés Escobar; en noviembre hará catorce años que fue asesinado el dirigente conservador Álvaro Gómez Hurtado. A estos homicidios se agregan aquellos de las personas que la revista Semana presenta en su más reciente edición como otros “mártires.” Pero además de la muerte de estas personalidades, miles de colombianos recuerdan, cada mes y cada año, el asesinato de alguno de sus familiares o allegados, asesinatos que no tienen la resonancia nacional de los que se conmemoran periódicamente. Muchos de ellos, sin embargo, comparten el hecho, no sólo triste sino vergonzoso, de que son crímenes que han quedado en la más completa impunidad. El anuncio, siempre repetido por los gobernantes de turno, de adelantar las más exhaustivas investigaciones y de castigar ejemplarmente a los culpables, nunca se ha concretado en la realidad. Por el contrario, cuando se acercan fechas como las anteriores, y únicamente en estos casos extraordinarios, lo único que sucede es que se diseñan mecanismos tendientes a impedir que prescriban las acciones penales por los atroces delitos cometidos. Aun cuando las causas de la impunidad son muchas, no puede desconocerse el papel predominante que han jugado los dineros del narcotráfico en la corrupción del sistema judicial y de los organismos de seguridad del Estado. Desde la época en la que Pablo Escobar y Rodríguez Gacha intentaron doblegar al Estado y a la sociedad a través de sus ejércitos de sicarios y de millonarios sobornos, esta mezcla de intimidación y corrupción se ha convertido en una práctica habitual utilizada por todos los grupos al margen de la ley. Esto significa que muchos delincuentes confían en que sus actos no acarrearán ninguna sanción, y otros en que podrán “comprar” una decisión judicial favorable. Y aun cuando la infiltración de las mafias en la política es objeto de extensas denuncias y continuos debates, la forma como ha incidido sobre la administración de justicia no recibe igual atención; sus consecuencias, sin embargo, son igualmente graves y quizás, al largo plazo, aún peores. Las cifras de la impunidad en Colombia son aterradoras; esta se ha mantenido en un porcentaje cercano o superior al 90 por ciento. Como lo señalan en su interesante estudio Diego Laserna y Alejandro Moreno, sólo 20 de cada 100 delitos se denuncian, y de éstos 14 prescriben. En estas condiciones, resulta sorprendente que alguien se moleste en denunciar. En muchos casos, la denuncia pone en riesgo la integridad física de quien la interpone, y la probabilidad de que lleve a la captura y condena del delincuente es más que remota. Si a esto se agregan los enormes problemas atinentes al acceso a la justicia, el atraso judicial y la demora en los procesos, la idea de una justicia “pronta y cumplida” parece ser un mito en el que ya pocos creen. Aparte de las interminables reformas del sistema judicial, que al parecer han surtido poco efecto, es necesario que el Estado adopte un enfoque más amplio frente a este flagelo, y que tome medidas que resulten más efectivas. El hecho de que los casos de linchamiento, como el ocurrido la semana pasada en Bogotá, vayan en aumento, es un síntoma de la creciente desconfianza de los colombianos en la justicia. Cada vez con mayor frecuencia, y el conflicto en que vivimos es la mejor prueba de ello, las personas se sienten obligadas a tomar la justicia en sus propias manos, sencillamente porque no confían en que los organismos que deben detentar el monopolio de la fuerza puedan proteger sus derechos. Los casos de impunidad no sólo se limitan a los crímenes más violentos; el continuo desfalco que sufren las entidades públicas y los interminables casos de corrupción administrativa al nivel nacional y local son también actos que rara vez llevan al castigo de quienes los cometen. Muchos de los funcionarios públicos comprometidos en estos casos – por increíble que parezca – afirman tajantemente que no están dispuestos a renunciar a sus cargos. Desde luego, nadie es culpable hasta que se demuestre que lo es; sin embargo, al menos en otros tiempos, las personas acusadas tenían la delicadeza de renunciar para permitir que las investigaciones se adelantaran con mayor transparencia. Las reacciones frente a los índices de impunidad por parte de los gobiernos locales son, predominantemente, dos: la negación, como en el caso del Alcalde de Bogotá, o la resignación. La violencia, aducen, es una condición atávica de los colombianos, y la imposibilidad de perseguir y castigar a los autores de los crímenes se acepta también como un hecho irremediable de nuestra situación. Naturalmente, estas condiciones no cambiarán por sí mismas, pero al parecer tampoco se consideran una prioridad. La idea de rendir cuentas y de asumir responsabilidades es cada vez más ajena a quienes detentan el poder, y los sistemas de control se limitan a cuantificar las pérdidas y a pedir sanciones que nunca llegarán. Más que proponer la exótica idea de un “Estado de opinión” que, confieso, no tengo idea qué pueda significar, creo que todos los colombianos viviríamos mejor si existiera realmente un “Estado de Derecho”, en el que se pudiera confiar, sencillamente, en la aplicación de la ley. Mientras esto no suceda, y no hay indicios de que se estén adoptando medidas tendientes a lograrlo, tampoco podemos hablar, estrictamente, de una “seguridad democrática.” Y es difícil que los índices de impunidad, que prácticamente no pueden aumentar ya más, disminuyan, cuando ni siquiera se considera un problema que amerite los más urgentes y denodados esfuerzos. *Profesora de filosofía y asesora del Grupo de Derecho de Interés Público de la Universidad de los Andes. El Grupo de Derecho de Interés Público de la facultad de derecho de la Universidad de los Andes (G-DIP), es un ente académico que persigue tres objetivos fundamentales: primero, tender puentes entre la universidad y la sociedad; segundo, contribuir a la renovación de la educación jurídica en nuestro país; y, tercero, contribuir, a través del uso del derecho, a la solución de problemas estructurales de la sociedad, particularmente aquellos que afectan a los grupos más vulnerables de nuestra comunidad.