Las últimas noticias sobre la producción de mercenarios colombianos llegaron de Abu Dhabi, la capital de Emiratos Árabes Unidos. De acuerdo con relatos del New York Times, a ese país arribaron en noviembre de 2010 decenas de compatriotas contratados por Erik Prince, fundador de la reconocida firma estadounidense Blackwater, para prestar diversos servicios de seguridad, entre ellos “defender instalaciones petrolíferas y rascacielos de ataques terroristas”, así como “controlar revueltas de carácter interno”. Esa información fue complementada por las revelaciones del periodista Daniel Coronell, quien, en su habitual columna en la revista Semana, aseveró que los mercenarios llevados a ese país fueron entrenados en instalaciones militares colombianas, en una suerte de alianza entre oficiales del Ejército y empresas privadas de seguridad que aún no ha sido explicada de manera satisfactoria por los altos mandos castrenses ni por el Ministerio de Defensa Nacional. La polémica sobre los mercenarios colombianos en el país árabe es una buena excusa para preguntarse críticamente cómo llegó el país a “exportar” esa “mano de obra calificada en la guerra”, antes de que el complejo de inferioridad que nos caracteriza nos lleve a sentirnos orgullosos porque un colombiano le presta seguridad a un jeque árabe. También es una oportunidad para preguntar por los que han llegado al país bajo el eufemismo de contratistas: ¿cuál es su verdadera naturaleza?, ¿quién ejerce control sobre ellos?, ¿cuáles son las implicaciones de esta subcontratación de servicios relativos a la seguridad?, ¿qué implicaciones tiene que el Estado no cumpla la función de mantener el monopolio de la fuerza a través de medios públicos? Diversos analistas de las confrontaciones bélicas contemporáneas, entre ellos Darío Azellini, advierten que Las “nuevas guerras”, tanto intraestatales como interestatales, son conducidas por diversos actores, muchas veces no estatales y sin ninguna regulación legal. En ese ámbito se inscriben las corporaciones militares privadas (CMP), firmas de carácter privado, con ánimo de lucro, que ofrecen tanto a gobiernos como a empresas privadas servicios de seguridad, logística, transporte, análisis de datos y telecomunicaciones, entre otros. Colombia no ha estado al margen de esas actividades y dada su dinámica bélica se ha constituido, según Azellini, en un laboratorio para la conducción privada de la guerra en los últimos treinta años, convirtiendo nuestro país en destino preferido de las CMP. Según este investigador, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Estados Unidos publicó en el año 2007 un reporte solicitado por el Congreso de ese país en el que se enumeran todas las corporaciones militares privadas (CMP) contratadas por el Ministerio de Relaciones Exteriores y el Ministerio de la Defensa para trabajos en Colombia. Se trata de las siguientes empresas: Lockheed-Martin, Lockheed-Martin Technology Services, Lockheed-Martin Mission Support, Lockheed-Martin Integrated Systems (LMIS), LMIS-OPTEC, DynCorp International, Olgoonik, ARINC, Oakley Networks, Northrop-Grumman Mission Systems, Mantech, Mantech International, ITT, ARINC, Telford Aviation, King Aerospace, CACI Inc., Tate Incorporated, Chenega Federal Systems, PAE Government Services, Omnitempus, Construction, Consulting & Enginneering – CCE, U.S. Naval Mission Bogota Riverine Plans Officer y Science Applications International Corporation (SAIC). A esa lista, según Azellini, le faltarían las CMP contratadas directamente por el Gobierno colombiano a través de sus Fuerzas Armadas, otras instituciones de Estados Unidos y por empresas multinacionales. Entre ellas estarían Bell Helicopter Textron Inc., Sikorski Aircraft Corp., Control Risk, Global Risk, Defense System Colombia y Spearhead Ltda., (cuyo dueño es el mercenario israelí Yair Klein, quien entrenó decenas de paramilitares en el Magdalena Medio en la década de los ochenta). Los servicios de varias de las empresas citadas fueron cancelados con dineros del llamado Plan Colombia. Empresas como DynCorp, una de las más grandes, se contaría entre las que hicieron lobby para la destinación de recursos estadounidenses a dicho plan, pero no por altruismo sino porque compiten por conquistar y conservar mercados de seguridad. Las CMP están compuestas por antiguos miembros de unidades élite de Estados Unidos y exmilitares de otros países, veteranos de guerra o militares activos estadounidenses que asumen misiones temporalmente limitadas durante sus vacaciones. Aunque desde antes del final de la guerra fría este tipo de entidades prestaban diversos servicios, se convirtieron en empresas comerciales ofreciendo servicios militares que van desde el combate hasta el entrenamiento militar, pasando por la asesoría y el apoyo logístico, en un mercado global de la violencia. Recurrir a estos servicios especializados de seguridad tiene varias ventajas: sus actividades se sustraen al control público y político porque los mercenarios son empleados no militares; evaden leyes nacionales y acuerdos internacionales; y logran hacerle esguinces a las normas impuestas por el Congreso estadounidense, que ha regulado la presencia de personal militar en Colombia, contratando personal no estadounidense. Azellini calcula que para el 2008 había en el país por lo menos 2.000 personas en actividades mercenarias al servicio de distintos intereses, cuyas responsabilidades se diluyen y ocultan llamándolos “contratistas”. Esa calidad de “contratistas” le fue dada, por ejemplo, a Thomas Howes, Keith Stansell y Marc Gonsalves, los tres ciudadanos estadounidenses secuestrados por las Farc el 12 de febrero de 2003 y liberados el 2 de julio de 2008 en la Operación Jaque. Ellos llegaron al país contratados por la firma California Microwave Systems, que le prestaba servicios técnicos a la empresa Northrop-Grumman Mission Systems, la encargada de controlar varios radares en el sur y en el oriente del país. Uno de los aspectos fundamentales a la hora de contratar a las CMP es la garantía de impunidad que debe dársele a estas empresas para que sus acciones no sean castigadas judicialmente en el país. Se facilitan esos acuerdos porque quienes hacen parte de estas compañías privadas de seguridad incluyen cláusulas en las cuales se deja establecido que sus integrantes no serán sometidos a la justicia militar, pues no son oficialmente integrantes de aparatos militares, ni juzgados por la justicia civil. Es decir, su trabajo se realiza “en espacios de inmunidad”. No es pues gratuito que cientos de colombianos estén ahora al servicio de las CMP, pues en los últimos treinta años hemos tenido una fuerte presencia e influencia de este tipo de firmas de seguridad en el país. Pero más allá de preguntarnos qué hacen estos compatriotas en Abu Dhabi, lo que es urgente es reclamarle a las autoridades de nuestro país respuestas claras a diversos interrogantes que surgen al analizar este caso: ¿cuántas CMP operan en el país?, ¿cuántas personas la integran y qué nacionalidad tienen?, ¿cuál es el monto de los contratos?, ¿qué dependencia estatal regula sus actividades?, ¿dónde están concentradas?, ¿a qué se dedican? Alguien en el Gobierno debe saber algo y es necesario, en aras de la transparencia, que salga a dar las explicaciones del caso. (*) Periodista y docente universitario