El pasado 30 de agosto, el ministro de Defensa, Iván Velásquez, se refirió a las ocupaciones ilegales de tierra que afectan aproximadamente 18 de los 32 departamentos del país. Digo aproximadamente porque, mientras escribo estas líneas y usted las lee, es imposible saber cuántas más invasiones están ocurriendo. El caso es que el ministro dijo enfáticamente que luego de 48 horas de una ocupación ilegal, la Policía estaba facultada para proceder al desalojo correspondiente. Han pasado casi 40 días –960 horas– después del anuncio y las cosas empeoran, el reloj sigue corriendo y las vidas en riesgo aumentan.

Podría decirse que esta situación tiene su origen en los mismos pronunciamientos del presidente Petro, que ha generado expectativas irresponsables sobre la redistribución de tierras, agudizando el fenómeno de invasión de predios. Es más, hoy existe una invasión cerca de Neiva que curiosamente lleva como nombre “Asentamiento Petro”; todo un culto a la ilegalidad. Además, recientemente han sido ocupadas de manera violenta por lo menos 10.000 hectáreas, afectando el derecho constitucional a la propiedad privada. La inacción del Gobierno, que dice llamar a diálogos, pero sin ejercer su autoridad, está propiciando un clima perfecto para nuevas violencias y es lo peor que le puede pasar al país. El propietario legal de tierras se siente amenazado, no evidencia el apoyo de un Gobierno que hace poco por defender la ley y el orden. Y lo más paradójico es que quien ocupa tierras de manera ilegal se siente protegido por las autoridades, pues las órdenes de no actuar tienen a la fuerza pública maniatada.

Históricamente, la tierra ha estado en el centro de muchos conflictos en Colombia. La ausencia del Estado ha llevado a la desprotección de la ciudadanía y al surgimiento de grupos al margen de la ley que se toman el monopolio de la violencia que, en línea con el Leviatán de Hobbes, debe ser siempre del Estado. El nuevo Gobierno, con su inacción y con su discurso de odio de clases, puede estimular más invasiones y nuevos ciclos de violencia en torno a tierras prometidas y promesas que no podrá cumplir.

De hecho, después del pronunciamiento del Gobierno para que las tierras ocupadas en el Norte del Cauca fueran desalojadas, el Consejo Regional Indígena del Cauca (Cric) anunció más invasiones: “Le mandamos a decir al gran jefe (como se refieren a Petro) que no vamos a desalojar, que aquí en estas tierras nos quedamos porque esta es nuestra casa para vivir y luchar (…) También le mandamos a decir que vamos a entrar en otras fincas porque nuestra lucha no se detiene”. Otros hechos de violencia tienen que ver con amenazas de muerte contra las comunidades que reclaman tierras a través de un panfleto firmado por el bloque Sur de las Águilas Negras. Además, en informe oficial, la Defensoría advirtió que al menos 13 casos de invasiones estarían vinculadas a estructuras armadas ilegales. Y cabe advertir que estas invasiones no solo representan miedo, sino pérdida de empleos: solo en el norte caucano se ha afectado la productividad de cerca de mil hectáreas.

Colombia es un país desigual en la distribución de tierras, ubicándose en el primer lugar en América Latina, según el Censo Nacional Agropecuario. El 99,5 por ciento del territorio colombiano es categorizado como suelo rural, pero la propiedad en la ruralidad es mayoritariamente informal, lo que desincentiva la inversión en el sector, facilita el crecimiento de los cultivos ilícitos y reduce los resultados de los programas de sustitución. Es claro que necesitamos una reforma agraria. La discusión no es el qué, es el cómo.

A hoy, el Fondo de Tierras tiene 1,3 millones de hectáreas. Con el anuncio de parte de la Federación de Ganaderos, Fedegán, de venderle 3 millones de hectáreas al Gobierno, se sumarían 4,3 millones de hectáreas con las que contaría el Gobierno para avanzar en su propósito de redistribución. Ya veremos cómo avanza el proceso. Lo que sí es importante advertir es que no basta con entregar tierras. Si se limitan a eso, se van a perder todos los esfuerzos y podremos encontrarnos frente a un proceso fallido si no se acompaña de capacitación, créditos blandos, comercialización, tecnología, seguridad, sistemas de riego, vías terciarias y toda la oferta del Estado para el campo.

Lo cierto es que cualquier reforma que se vaya a implementar, debe ser en el marco del respeto por la propiedad privada y de los derechos de los ciudadanos. Sin populismos, ni odios y sin incentivar luchas de clases, ni violencia. Yo les pregunto al presidente y a los miembros de su equipo: ¿qué pasaría si la invasión no estuviera ocurriendo en la ruralidad, sino en sus casas? ¿Invitarían al diálogo? ¿Cuánto tiempo se dilatarían los procesos si fueran sus apartamentos los que se estuvieran tomando ilegalmente?