Qué silencio tan atronador el de María José Pizarro e Iván Cepeda. Y del presidente. Ocurre una espantosa masacre de cinco mujeres y siete hombres, y no difundieron su hipócrita #NosEstánMatando ni Petro pronunció palabra alguna en sus belicosos discursos. Doce muertos que no les sirven para castigar al Gobierno porque, ahora, gobiernan ellos. Tan desinteresados que ni los cuentan.
Les segaron la vida en uno de esos caseríos del Naya, entre el Valle y el Cauca, a los que solo un reportero accede con permiso de sus asesinos, esos que luego declararán gestores de paz y abrazarán Pizarro y Cepeda.
No te dejan trabajar sin su consentimiento, por eso es una Colombia ocultada. Es más, ni siquiera encuentras a un lanchero que te lleve, puesto que solo se accede por agua. Temen que, si lo hacen, la banda criminal les pida cuentas y pueda costarles el destierro o la muerte. Es uno de los mayores obstáculos que tenemos los reporteros de medios de comunicación que las guerrillas detestan. Y, con este Gobierno, están más envalentonadas porque Petro dispara idénticas calumnias contra el periodismo que los incomoda.
Las Farc y Petro tildan a SEMANA, igual que a otros colegas, de medio oligarca y mafioso, de herederos del hitleriano Goebbels. En Jamundí tal vez la guerrilla copió al presidente porque advirtieron que los periodistas de la revista no pueden recorrer el municipio o se atendrán a las consecuencias.
Hay otros avisos inquietantes, aunque no los emita las Farc, sino asociaciones agrarias de su entorno. Como el que recibieron dos influyentes emisoras del Guaviare (me reservo los nombres).
En un comunicado los acusan de la falacia de que estigmatizan a los campesinos de Puerto Cachicamo y poblaciones aledañas, en una alianza delictiva con las FF. MM. Pero los únicos que representan un peligro para los labriegos y los someten a su yugo son los subversivos. En el área entrenan a las Guardias Campesinas de distintos lugares, integradas, en buena medida, por personas obligadas a alistarse. A cada Junta de Acción Comunal le asignan una cuota de reclutas y deben cumplirla, lo mismo que cuando les piden personas para sus marchas en Guaviare y Caquetá.
Si a las emisoras locales independientes les ponen barreras para informar desde el territorio y eso que hay una carretera llanera hasta Puerto Cachicamo y alrededores, más complicado es desplazarse hasta una aldea recóndita del Naya, extensa y selvática región que lleva décadas en manos de bandas criminales, sin esperanza de cambiar la tendencia.
Apartada y tan de difícil y costoso acceso, que solo puede costearlo la minería ilegal de oro y la coca, jamás una actividad agrícola de raquítica rentabilidad. Sumado a una cultura narca que promueve el machismo y el alcoholismo, deteriora las relaciones familiares y resulta difícil de modificar, máxime con erráticas y fracasadas políticas de corto plazo.
Por eso suenan a tomadura de pelo tanto las voces oficiales asegurando que buscarán a los culpables de la matanza de Sagrada Familia para juzgarlos, como los líderes locales exigiendo que protejan a las comunidades.
No parece probable que un equipo de la Fiscalía General cumpla la misión. Solo son capaces de investigar masacres en zona roja cuando resultan militares implicados en los hechos.
En la citada de Sagrada Familia, ni siquiera levantaron los cadáveres, ni escrutaron pronto la escena de los crímenes. Siempre requieren un megaoperativo de las Fuerzas Militares y si lograron arribar, sería poco lo que encontraron en la casa de tablones de madera. Si acaso, gusanos tragándose la sangre de las víctimas y desechos de lo que pudo ser una modesta fiesta.
Y también será complejo dar con testigos clave. Raro que alguien abra la boca porque, si lo hacen, se la cierran a bala. Terminará por ser otra masacre impune y, si acaso, culparán a las Farc que operan allá y señalarán a su máximo cabecilla, al que luego premiarán con una gestoría de paz.
Y aunque no lo crea este país, la permisividad con las bandas criminales, con el consumo de drogas en las ciudades, con los cultivos de coca y la explotación ilegal del oro, son la llama que espolea una imparable violencia.
Si Colombia quisiera cambiar la dinámica del Naya, debería comenzar por hacer una radiografía real de su problemática. Analizar la viabilidad de unas minúsculas y dispersas poblaciones en las que suministrar cualquier bien supone un costo tan elevado que solo lo cubren la coca y el oro. Lo único barato es quitarle la vida a quien consideran un estorbo. Tan económico que matan a 12 para castigar a uno solo.
De ahí que resulte desalentador escuchar al presidente, cada día más exaltado y alocado, escupiendo a toda hora insultos, agravios, injurias y calumnias contra los medios tradicionales, en lugar de proponer soluciones a los infinitos obstáculos que afronta hoy en día la moribunda reportería en Colombia. Sin ella, nunca conoceremos la verdad en los territorios. Y sin verdad, repetiremos la Historia.