No es una mañana cualquiera en Palacio. El presidente Duque ha convocado a una reunión de seguridad nacional para enfrentar las amenazas militares de Nicolás Maduro. A su despacho ingresa la plana mayor de ministros, algunos miembros del partido de gobierno y Andrés, el primer hermano de la nación, de quien vulgarmente un senador preguntaba si era mamón. El presidente hace su ingreso con un elegante vestido gris en cuyos bolsillos sobresalen paquetes de papas de diversos sabores, y su chocolate favorito, con los que mitiga la ansiedad. –Compañeros –les dice, grave y solemne-: permítanme que en estos momentos empuñe como nunca las riendas de nuestro gobierno; empuñe como nunca el destino de la patria; y empuñe mi guitarra Fender, para compartir con ustedes los acordes de esta canción de Bomba Estereo, pertinente para la ocasión. Los presentes toman asiento mientras escuchan con respeto y paciencia la intervención musical del presidente, y, una vez termina, un barullo de preguntas zumba por el salón: ¿de veras habrá guerra contra Venezuela? Y en caso tal, ¿seremos capaces de contrarrestar los aviones Sukhoi cuando nuestro principal avión es el que acaba de comprar Maluma? ¿Esa es la paz de Duque?
El presidente pide orden. –Vamos a hacer un brainstorm ante la amenaza de Venezuela –les dice-: es una técnica que aprendí en Cannes. Un incómodo silencio se toma el salón. La última vez que el presidente organizó un brainstorm creó el viceministerio de la creatividad y quiso reestructurar el ejecutivo por colores. –¿Y si armamos forcejeos con las tropas enemigas, o les robamos los uniformes cuando los pongan a secar?– se atreve el ministro Botero. –¡Me gusta esa idea! –exclama el presidente, mientras muerde una galleta. –Yo propongo –sugiere el general Nicacio- crear una directriz para dar prebendas por cada baja. –¡Me gusta esa idea! –exclama. María Paula Correa, su mano derecha, lo interrumpe con el teléfono en la mano. –Presidente, llama de nuevo el presidente. Duque, nervioso, se arregla el nudo de la corbata y recibe la llamada: –Presidente eterno, gusto en salud…. Sí, Presidente eter… De ninguna manera, Presidente etern... Sí, doctor …. Correcto, Presidente eter… Adiós, Presidente eterno…
–¿Quién era? –pregunta el ministro Botero. –Era el Presidente Eterno. Que les manda saludos y que los quiere mucho –miente el primer mandatario mientras abre un paquete de papas, porque en realidad ha recibido de su jefe un vehemente regaño por no haber invadido a Venezuela. –¿Y si entramos a matar con la fuerza letal del Estado? –propone María Fernanda Cabal-: no importa que a Maduro lo respalde la Unión Soviética… –¡Me gusta esa idea! –exclama Duque, mientras se pierde debajo de la mesa. –Yo creo, Iván –afirma, vehemente, Paloma Valencia– que debemos invadirlos y bautizar a la nueva república con el nombre de Uribia… –¡Me gusta esa idea! –reaparece Duque sobre la mesa, con la cara visiblemente manchada de arequipe. –Procedamos con cautela –interrumpe el canciller Trujillo-: del pueblo hermano es Wílker Fariñez y demás ciclistas con los que debemos ser considerados. –¡Me gusta esa idea!
Por sugerencia del propio canciller, el presidente pide que lo comuniquen con Donald Trump, quien, tras una larga espera, al fin pasa al teléfono. Duque lo saluda en su perfecto inglés: –Presidente: I am Iván Duque... From Colombia... Colombia, not Columbia… no, not the University… No, he is Macri… No, he is Evo Morales, he is Bolivian… I am fatter… Your daughter was here last week… Desencajado, informa a los presentes que el presidente Trump dijo que el ministro Botero era “a green old man” antes de tirarle el teléfono. Y destapa unas rosquitas. A la reunión de alto nivel se integran más personas: Faryd Mondragón, que agradece a Marta Lucía Ramírez, porque ella es la madrina de esta guerra; la ministra de Transporte, que ofrece pagar un billón de pesos a Odebrecht si eso calma las aguas. La jefe de gabinete interrumpe nuevamente, auricular en mano. Los presentes alcanzan a oír los gritos del otro lado de la bocina: “¿Ya invadieron? ¡Invadan, Iván, home!”. Cuelga como puede el presidente Duque y, ante el apremio, y mientras abre un paquete de Doritos, pide la presencia salvadora del viceministro de creatividad. –¿Y si creamos un cerco diplomático? –propone como única cosa el viceministro. El presidente piensa en salidas: conversar de interino a interino con Juan Guaidó, y conseguir su apoyo, o siquiera una selfi como las que se tomaba en la frontera; aplicar al país hermano técnicas de destrucción masiva, o más IVA, si es del 19 %, como promover el fracking en las cordilleras venezolanas y rociarlas con glifosato. Suspende el consejo porque ha llegado la hora de hacer sus cabecitas diarias y, mientras los presentes evacuan el salón, su secretaria se acerca de nuevo con el auricular en la mano. El presidente saca del bolsillo su chocolate preferido, pero su hermano se lo arrebata y sale corriendo. Porque el hermano de Duque es mamón.