Más del 50 por ciento de los estadounidenses no cree en la versión oficial del asesinato del presidente John F. Kennedy el 22 de noviembre de 1963. No comparten la tesis de un pistolero solitario.

Se han escrito decenas de miles de páginas arguyendo una conspiración. Que fueron los cubanos como venganza contra los estadounidenses por intentar matar a Fidel Castro. Que fueron los mafiosos que culpaban a la administración Kennedy por la fallida invasión a bahía de Cochinos. Que fue el apa-rato militar-industrial preocupado por la decisión de Kennedy de irse de Vietnam. La muerte de Lee Harvey Oswald dos días después del magnicidio alimenta esas historias. Y la creación de la Comisión Warren tampoco calmó las aguas.

Cada conspiración tiene su defensor. No parece lógico que los cubanos se hubieran quedado indiferentes cuando conocían las operaciones de la CIA contra Fidel. También es llamativo lo de Cuba y bahía de Cochinos, una debacle militar que merecía respuesta. Los militares sabían que el retiro de Vietnam los dejaría muy débiles, y no era aceptable. Hoy, sigue siendo un misterio: los estadounidenses piden nuevas pruebas.

Igual ocurre con Robert F. Kennedy. Su asesinato el 6 de junio de 1968 es otro misterio; se cree que no fue un solo hombre. Así quedó en los libros de historia, pero la opinión pública duda. Es el problema general. Un magnicidio tiene que ser el fruto de una conspiración. El hecho es demasiado grande para limitarlo a las locuras de un hombre. Me acordé de John F. Kennedy en estos días. La razón: la decisión de las Farc de adjudicarse el homicidio de Álvaro Gómez Hurtado. Una confesión no pedida ni esperada que deja muchas dudas.

El asesinato ocurrió el 2 de noviembre de 1995. Desde entonces, han circulado dos versiones: una alianza de narcotraficantes que querían evitar su extradición o una coalición de militares que lo mataron porque revelaría el golpe de Estado. Las Farc no aparecieron en ninguna parte de la historia por muchos años. Entonces, ¿queda desecha esa hipótesis? No. Toda teoría es válida, y más si tiene sustento. Según Carlos Lozada, de las Farc, la orden vino del secretariado y fue transmitida por él, que comandaba la Red Urbana Antonio Nariño. La ejecutan cuatro personas. Actualmente, todas están muertas.

Lozada habla también de la masacre de Mondoñedo, un tiempo después “que les cobraron a esos muchachos con la decisión de detenerlos, torturarlos, desaparecerlos e incinerar sus cadáveres, y al día siguiente asesinar, al salir de sus casas, a otros dos integrantes de esa estructura”. Suena verídico, o por lo menos compite con las otras dos versiones.

Además, están las cartas de alias Tirofijo. En un libro desconocido del comandante de las Farc, y que hizo público el senador José Obdulio Gaviria, se habla del magnicidio. En una carta del 3 de noviembre de 1995, un día después del hecho, Tirofijo le dice a Jorge Briceño (Mono Jojoy): “Nota: Sobre el ajusticiamiento de Gómez hurtado (sic), podemos hacer un intercambio de opiniones con el secretariado para ver hasta cuándo se puede mantener en reserva o en qué momento oportuno podemos decirlo”. Dos días después, en noviembre 5, dice: “Lo de la muerte del de las ‘Repúblicas independientes’ (así llamaban a Gómez Hurtado), creo que podemos estudiar cuándo conviene hacerlo saber”. Un mes siguiente, en mensaje a Alfonso Cano, Tirofijo escribe: “Lo de Gómez, mejor no decir nada. Se llegará el día para hacerlo”. En otra carta del 4 de diciembre: “Lo del señor Gómez debemos mantenerlo en secreto para ver cómo vamos ayudando a profundizar las contradicciones, mientras bajamos otros”. De ser ciertas las cartas, y para José Obdulio Gaviria eran reales, son pruebas importantes.

El odio de las Farc a Álvaro Gómez Hurtado era evidente. Las Farc guardaban rencores por décadas, especialmente en los primeros años. El discurso de Manuel Marulanda, alias Tirofijo, en la instalación del proceso de paz con Andrés Pastrana en enero de 1999 fue un ejemplo. Se dedicó a hablar de la matanza de gallinas en 1964 tras la operación de Marquetalia; es decir, la mirada anclada en el pasado. Por eso, es posible la teoría del asesinato de Gómez, una actuación al estilo de las Farc; pasaron la cuenta de cobro muchos años después. Y, contrario a lo que dice alguna gente, las Farc no cantan sus éxitos. Fueron una guerrilla parca.

Es claro que la versión de las Farc tiene peso. No se debe ignorar. Es un error no analizarlo. Entiendo la frustración del presidente Iván Duque y su fiscal general Francisco Barbosa. No es fácil aceptar otra versión. Además, es evidente que el mandatario no cree nada de las Farc. Se notó el pasado sábado cuando dijo que perderían los beneficios si no era cierta la versión. El miércoles dijo que Carlos Lozada debía renunciar a senador por la confesión. Agregó: “No corramos riesgos donde con atribuciones de responsabilidad se esté buscando afectar la verdad material, verdad real, no la verdad ocasional”. Es, sin embargo, un reto cuando la versión no coincide con lo que se sabía. A mí también me genera inquietud. Pero ese es el asunto de la verdad: nunca cuadra. Pocas veces es blanco o negro.

Álvaro Gómez Hurtado tuvo muchos enemigos por muchas décadas. De ahí que no es raro que apareciera uno nuevo: las Farc. Según Lozada, Gómez Hurtado era considerado “el detonante que nos embarcó a todos en una guerra de 50 años con cientos de miles de muertos y torturados de todos los bandos”.

Es posible que nunca lleguemos a conocer la verdad que todos queremos. Así les ha tocado a los gringos con JFK, para poder seguir adelante y pasar la página. Una verdad a medias.