No hay duda: el paramilitarismo no lo inventó Álvaro Uribe. Este parece estar presente en la geografía genética de la historia nacional colombiana. Uribe, sin embargo, lo reivindicó y le dio una nueva cara. Es decir, lo convirtió en el caballito de batalla de su orientación política y desató el demonio cuando llegó a la Gobernación de Antioquia y luego a la Presidencia de la República. Por supuesto, él lo niega, como ha negado todo lo relacionado con Pablo Escobar, sin importar que el masacrador Rito Alejo del Río, o el carnicero de Urabá, condenado por una de las tantas muertes de campesinos desarmados, esté pidiendo hoy pista en la Jurisdicción Especial para la Paz que tanto odia el uribismo. No importa cuántas veces Mancuso, desde una mazmorra en el país del norte, a través de televisión cerrada, le haya dicho a la Corte Suprema de Justicia y a la Fiscalía General de la Nación sobre su estrecha relación con el entonces presidente y los aportes económicos y “democráticos” que él y sus hombres hicieron a esa primera llegada del glorioso a la Casa de Nariño. No importa si el excapitán del Ejército Adolfo Guevara Cantillo, mano derecha de Jorge 40, recluido hoy en la Cárcel Nacional Modelo de Barranquilla, asegure en una entrevista que las órdenes de los falsos positivos las recibía el general Mario Montoya desde arriba.El glorioso no ha dudado en calificar estos señalamientos de “persecución política”. Es decir, él no ha cometido delito alguno, pues todo lo que se teje sobre su pasado entra en el amplio abanico de las especulaciones. No importa si la bestia de Popeye o la bella de Virginia Vallejo coincidan en sus declaraciones a la prensa nacional o extranjera en esos detalles en los que solo pueden coincidir protagonistas presenciales de los acontecimientos. La bella Virginia ha expresado en reiteradas ocasiones su disposición de someterse al detector de mentiras para que sea la justicia la que juzgue si ha estado mintiendo o no en sus declaraciones sobre esa estrecha y siempre negada relación entre su amante bandido y el monaguillo de la política nacional.Uribe grazna desde su cuenta de Twitter que no hay que creerles a los bandidos (o bandidas, en el caso de Virginia) porque gracias a sus buenos oficios el paramilitarismo en el país se acabó y sus máximos jefes fueron extraditados a los Estados Unidos. Nada más falso, por supuesto. Pero los feligreses de la nueva secta religiosa retuitean el graznido un millón de veces y la Selección Colombia de bobetas hace un gol goebbeliano. En palabras menos retóricas, convierten una mentira del tamaño de una catedral en una verdad sin matices.En un video que circula en las redes, y que lleva por título “capitán del Ejército afirma que Álvaro Uribe dictaba órdenes para cometer asesinatos”, se le escucha decir a Guevara Cantillo que las políticas del todopoderoso general Montoya eran dar de baja a todo aquel del que se sospechara alguna relación con la guerrilla, pues a él no le interesaba que le llevaran prisioneros. “Si no hay bajas, ustedes verán cómo hacen”. Lo anterior es apena la punta del enorme iceberg que representa la entrevista y que las cadenas internacionales de noticias replicaron en su momento pero que en Colombia no tuvo repercusión alguna, quizá porque el país se ha acostumbrado a escuchar a exmilitares y exjefes paras contar con toda la frialdad que les caracteriza cómo llevaban a cabo los asesinatos selectivos y cómo creaban todo ese andamiaje para justificar operaciones que no existían. Quizá porque la prensa nacional es solo el portavoz de los gobiernos de turno y lo que diga el señor que ocupa el sillón presidencial tiene la marca santificada de la verdad.Sin embargo, para algunos organismos defensores de los derechos humanos como Human Rights Watch, el gobierno democrático de Álvaro Uribe está marcado en el calendario de la historia de América Latina como uno de los más sanguinarios de los últimos 50 años, por encima, incluso, de esa dictadura que dirigió con mano de hierro el general Augusto Pinochet en Chile, o las reiteradas dictaduras militares en Argentina.Desde este punto de vista, no tiene sentido -ni para las estadísticas ni para la historia misma- asegurar que el peor gobierno de todos los tiempos en Colombia haya sido el de Juan Manuel Santos. Y no lo tiene porque las cifras hablan por sí mismas. Las más de 17.000 armas entregadas a los funcionarios de las Naciones Unidas por los comandantes de las Farc no fue un invento de la prensa nacional. Ni tampoco el Centro de Recursos para el Análisis del Conflicto, Cerac, fabuló los informes que aseguran que en el último año el país se ha evitado un promedio de 2.000 muertos por acción del conflicto armado.Hacer afirmaciones tendenciosas, sin un documento en la mano que valide lo afirmado, tiene como único objetivo producir terror entre un grupo poblacional desinformado. Asegurar que el actual presidente es un Barrabás que hay que colgar de un árbol, es, sin duda, una mentira del tamaño del cerro de Guadalupe que busca degradarlo, como lo fue aquella otra, reproducida en varias cadenas de WhatsApp, que afirmaba que el nobel de paz había sido pagado con contratos petroleros al gobierno sueco.Dudo que Santos haya sido peor presidente que Andrés Pastrana, quien, ese sí, le entregó literalmente medio país a las Farc. Dudo que Samper haya sido mejor en algún aspecto, o que Uribe, más allá de convertir el territorio nacional en un inmenso teatro de operaciones militares, le haya entregado un poquita de tranquilidad real a los colombianos. En un informe de junio de 2016, elaborado por la Defensoría del Pueblo y la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados, Acnur, Colombia encabezaba la lista negra de desplazados con 6.9 millones de civiles, seguido por Siria, 6.6, e Irak, 44. De esos 6.9 millones, más de 300.000 se registraron durante el gobierno de Álvaro Uribe, mientras que en el actual la cifra no supera los 60.000.De manera que afirmar que Santos ha sido el peor presidente de la historia nacional es, literalmente, una hijueputada, parte de un libreto escrito por la ultraderecha, en cabeza del Centro Democrática, y que ondean como bandera en el escenario político nacional cada vez que se acercan los comicios para elegir a un nuevo inquilino de la Casa de Nariño.POSDATA: Como complemento a esta columna, les recomiendo el texto de Héctor Abad Faciolince, Un país ingrato, publicado el 31 de marzo de 2018 en el diario El Espectador.En Twitter: @joaquinrobleszaE-mail: robleszabala@gmail.com*Magíster en comunicación.