La personalización es dañina porque evita que los hechos se vean en toda su integridad. Y eso es lo que está pasando con la compulsa de copias anunciada por el fiscal general Eduardo Montealegre contra el senador y expresidente de la República Álvaro Uribe Vélez por la masacre perpetrada en el corregimiento El Aro, de Ituango, ocurrida entre el 25 y el 31 de octubre de 1997. El dedo acusador no puede ser solo contra quien fuera para la época de esos hechos el gobernador de Antioquia. Algunos militares habrían participado en una estrategia para evitar las investigaciones de jueces y fiscales que condujeran a identificar a los responsables estatales en esta masacre. Al revisar archivos y a hablar con algunas fuentes para hacer memoria sobre los días siguientes a la incursión paramilitar, todo parece indicar que la estrategia de impunidad fue premeditada. Esa premeditación comenzó a operar desde el mismo momento que llegaron los paramilitares a El Aro, provenientes del Bajo Cauca antioqueño. Así lo constata un informe presentado por el entonces teniente coronel Germán Morantes Hernández, comandante del Batallón de Infantería N. 10, al Brigadier General Carlos Alberto Ospina Ovalle, para aquella época comandante de la Cuarta Brigada del Ejército con sede en Medellín. Al relatar algunos de los hechos posteriores al ataque paramilitar, que generó cientos de desplazados, Morante Hernández escribió: “Curiosamente, ni las patrullas desplazadas, ni los retenes oficiales, dieron cuenta de este hecho que, por su naturaleza, golpeaba a los ojos”. Un testigo de la masacre que compareció voluntariamente a la Fiscalía el 19 de diciembre de 1997 para denunciar los hechos describió la angustia de los habitantes del caserío al no encontrar respuesta alguna por parte de las autoridades: “Varios habitantes del corregimiento llamaron a Ituango a la Personería, a la Alcaldía, pidiendo auxilio y estos dizque llamaban a la Cuarta Brigada sin encontrar resultado alguno”. Quienes quisieron verificar en terreno el ataque armado una vez la noticia fue difundiéndose en Medellín fueron obstruidos de manera sospechosa. Uno de ellos fue Fernando Enrique Mancilla Silva, para ese entonces director regional de Fiscalías. Según me cuentan, al enterarse de los hechos, abordó un helicóptero y cuando sobrevolaban Ituango los militares le dijeron que la aeronave iba fallando por lo que tenían que realizar un aterrizaje de emergencia, lo que impidió que la comisión judicial que encabezaba el funcionario llegara a El Aro. En el camino de esa estrategia de impunidad fue asesinado Jesús María Valle Jaramillo por sicarios que lo balearon en su oficina del centro de Medellín. Su muerte ocurrió el 27 de febrero de 1998. Sus denuncias sobre lo ocurrido en Ituango inquietaron a sectores militares y civiles. En una de sus últimas intervenciones, tres semanas antes de su homicidio, escribió: “Yo siempre vi y así lo reflexioné que había como un acuerdo tácito o como un ostensible comportamiento omisivo, hábilmente urdido entre el comandante de la IV Brigada, el comandante de la Policía de Antioquia, el doctor Álvaro Uribe Vélez, el doctor Pedro Juan Moreno y Carlos Castaño. Todo el poder de los grupos de autodefensa se ha consolidado por el apoyo que ese grupo ha tenido con personas vinculadas al gobierno, al estamento castrense, al estamento policivo y a prestantes ganaderos y banqueros del departamento de Antioquia y del país”. En expedientes judiciales encontré una carta fechada el 12 de febrero de 1999 remitida al entonces vicepresidente de la República, Gustavo Bell Lemus por el fiscal J. Guillermo Escobar Mejía, quien le pide que le ayude a encontrar transporte aéreo para llevar a un equipo de profesionales para realizar las labores judiciales. Un fragmento de la misiva escrita por Escobar Mejía revela su angustia: “El asunto presente tiene que ver con el capítulo de la IMPUNIDAD (sic): no ha sido posible realizar la exhumación de las víctimas, algunas de ellas enterradas por manos piadosas en el cementerio de El Aro. Se aduce, cuando lo hemos reclamado, que no hay transporte aéreo, helicóptero, para llevar a los funcionarios judiciales, los médicos legistas, a la odontóloga forense y al antropólogo, en fin, al fiscal mismo, hasta ese sitio donde están los cadáveres pudriéndose al igual que la prueba penal”. Lo que sorprende del mensaje es la fecha, pues confirma que tras más de un año de cometida la salvaje masacre, no se había podido llegar a la zona, lo que, a mi juicio, evidencia la estrategia para ocultar los hechos. La carta concluye con una frase lapidaria: “en un país cuyo cielo está surcado por helicópteros, que al menos, haya uno para hacer brillar la justicia y romper las tinieblas de la impunidad”. Las estrategias de impunidad también pasaron por el desprestigio. Así le ocurrió a Enrique Archila, quien se desempeñó para aquellos años como coordinador de fiscales regionales en Antioquia. Su decisión de avanzar en las investigaciones sobre los responsables de la masacre de El Aro le ocasionaron señalamientos de “ser de las FARC” por parte de altos oficiales de la Cuarta Brigada del Ejército. El colofón de esta historia de impunidad premeditada se registró el 21 de abril de 2009, cuando fue asesinado el exparamilitar Francisco Villalba Hernández, quien participó en la incursión de El Aro y, arrepentido, se entregó a la justicia y decidió narrar toda la barbarie que vivió. Su insistencia en señalar a las autoridades regionales antioqueñas como responsables de la masacre le ocasionó su muerte. Tanta impunidad llevó a la Corte Interamericana de Derechos Humanos a condenar al Estado colombiano, mediante sentencia del 1 de julio de 2006, y ordenó las reparaciones correspondientes a las víctimas. Pero la más fundamental de ellas, investigar a fondo los hechos y condenar a todos los responsables, aún no se cumple. Así de consistente fue la premeditación que rodea esa cruenta masacre. En Twitter: jdrestrepoe (*) Periodista y docente universitario