Es interesante que terminemos repitiendo el ciclo de armar y desmontar al Estado frente a nuestra ilusión, primero, y desencanto, después, con su capacidad de gestión. Pero es aún más sorprendente que en estos ciclos, la presunción de buena fe respecto de los particulares siga indemne. Como si todavía viviéramos en el siglo XIX, sostenemos que todos los particulares son débiles frente al Estado y que en principio buscan cumplir la ley y contribuir a la sociedad. Esto a pesar de que está demostrado que, por una parte, existen particulares que tienen presupuestos más grandes que el del Estado colombiano y ciertamente más grandes que los de los municipios y departamentos con los que negocian cosas concretas. Por otra parte, está demostrado que muchas grandes empresas usan su tamaño para negociar la ley y comprar jueces, sintiéndose en general por encima de los mandatos del Estado. El caso reciente de protección a un grupo perteneciente a la etnia Wayuu es especialmente ilustrativo de este desprecio de los particulares por la ley. De acuerdo con el comunicado publicado por la Corte Constitucional en su página web, la empresa Carbones del Cerrejón Limited está contaminando el aire y el agua que la comunidad utiliza, así como generando ruido que los afecta. Los niveles de contaminación detectados por el examen pericial fueron tan importantes que la Corte señaló que las medidas debían adoptarse con carácter urgente y ordenó la creación de una Comisión Técnica encabezada por la Defensoría del Pueblo para estudiar los riesgos de la explotación minera y encontrar maneras de mitigarlos. Lo más interesante en este caso, sin embargo, es la actitud de la empresa. En el curso del proceso, en lugar de admitir la contaminación y explicar que era inevitable o demasiado costoso reducirla, alegó que cumplía con los más altos estándares en materia ambiental y que no tenía noticia de la contaminación de la que se hablaba en la demanda. También indicó que no había pruebas de que la comunidad estuviera afectada. Esto lo afirmó a pesar de que había sido advertida en varias ocasiones por autoridades ambientales de varios niveles de que era inaceptable incurrir en los niveles de contaminación que estaba generando. De hecho la Corte, utilizando dictámenes producidos por autoridades ambientales y la comunidad, así como otras pruebas ordenadas en el curso del proceso, pudo constatar “(i) la dispersión continua de material particulado y polvillo de carbón que se desplazaba desde la mina hasta el interior de sus hogares, (ii) la presencia de concentraciones de este material (PM 10 y PM 2.5) que superan los límites exigidos a nivel nacional e internacional, (iii) la afectación de suelos y cuerpos de agua aledaños debido a vertimientos y filtraciones en la zona, (iv) la exposición constante de la flora y fauna cercana a sustancias contaminantes, (v) la generación de mezclas complejas de químicos y gases que podrían ser las causantes de diversas enfermedades a los integrantes de la comunidad, entre otros factores.” Así mismo, pudo verificar que la empresa se había rehusado a seguir las recomendaciones de las autoridades ambientales. Ahora bien, es tan claro aquí el incumplimiento de la ley, que hablar de corrupción puede sonar fuera de lugar. Corrupción, según lo que afirman varios diccionarios, implica un desvío de funciones o recursos públicos para el beneficio de un individuo. No pensamos que los particulares estén obligados a actuar motivados por ciertos fines o siguiendo el interés general. Pero creo que nos quedamos cortos en explicar lo que está mal en este caso si nos limitamos a detectar que se quebrantaron las prohibiciones incluidas en reglas jurídicas. Hay mala fe y abuso por parte de la empresa cuando decide afirmar que “no le consta” y que “no hay pruebas”, cuando la comunidad está a menos de dos kilómetros de la mina y las autoridades ambientales ya le han advertido. A los abogados nos enseñan muy temprano que la culpa grave se asimila al dolo: negarse a ver lo que es obvio es tan grave como querer hacer ellos mismos el daño con el fin de seguirse lucrando. Por estas razones, en el mismo siglo diecinueve, se había llegado a la conclusión que: 1) las grandes empresas deben considerarse tan orientadas por el interés general como el Estado; 2) debe presumirse que quien está obteniendo ganancias con actividades peligrosas -como ya sabemos que lo es la minería- ya no están beneficiados por la presunción de buena fe sino que deben demostrar que no causan los daños que se les imputa. Claro, no es que los particulares por naturaleza tiendan a causar daños que consideramos inadmisibles. El punto es que ponemos demasiada atención en la actuación de los funcionarios públicos y muy poca en la de los particulares. El caso reciente del Cerrejón y la manera en la que sigue causando daños a la comunidad Wayuu es significativo. El Cerrejón empezó a producir en 1985 y ha sido demandado en varias ocasiones exigiendo la reparación de daños ambientales. Hoy mismo, su página web afirma que hace “minería responsable”. Los niveles de contaminación que genera para las comunidades que lo rodean, sin embargo, se han confirmado como “insostenibles” y demandando medidas “urgentes”. ¿Debemos seguir pensando que es “normal” que la empresa contamine y que lo niegue? ¿Debemos resignarnos a que quienes buscan lucro aprovechen todas las ventajas de su tamaño? Creo que la Corte hace bien en tomarse en serio los reclamos de las comunidades y seguir trabajando para crear marcos jurídicos de protección que equilibren el campo de juego. Los particulares deberían hacer esfuerzos más serios para mostrar su buena fe en lugar de seguir amparados por una presunción que ya no se merecen.