Algunos elementos esenciales en la formación de miembros de junta directiva que dictan centros académicos como la Universidad de los Andes parten de la convicción de que la buena gobernanza de una empresa empieza por reconocer a las partes interesadas en la compañía y que cada una de ellas esté bien o adecuadamente remunerada. Sean los accionistas, los directivos, los diferentes niveles de trabajadores, los proveedores y los clientes o consumidores, así como el Estado y, a través de este, la sociedad. Tener partes sobreremuneradas o subremuneradas es, por tanto, un ejemplo de mal gobierno y ello se refleja tarde o temprano en la sostenibilidad empresarial que se mide a lo largo del tiempo en los resultados económicos y financieros. La prueba final y determinante de si la estrategia corporativa, las capacidades comerciales y las operacionales de esa gobernanza han pasado o perdido el examen son los resultados sostenibles.
A la vez, cada vez más se buscan esquemas de remuneración para que los resultados no sean de corto plazo, pues esa no es la misión ni la esencia de las empresas. Justamente, corto plazo es lo contrario a sostenibilidad. Esa fue una de las grandes lecciones de la crisis financiera global de 2008 y 2009, en la que se reconoció que de fondo hubo conductas no éticas y fallas de valores que alimentaron esa profunda crisis. Por tanto, la sociedad fue confrontada por dilemas morales generados por empresas y empresarios que se consideraron demasiado grandes e importantes para que el Estado no los dejara quebrar y en los que primaron conductas e intereses individuales que entraron en conflicto con los intereses de las demás partes.
Sería extraordinario si Colombia hiciera una evaluación con todos estos criterios ante la realidad que venimos viviendo en el país, a todos los niveles y esferas en que interactúan partes interesadas, y donde deberían observarse los resultados económicos y financieros de largo plazo y compararlos con otros referentes aspiracionales.
En el mundo empresarial y productivo también es muy normal y natural que se reconozca la existencia de conflictos de interés. Nadie pretende simular que no hay intereses personales e individuales en las empresas. Igual debería ser en la sociedad y en los colectivos. Lo que se espera de cada persona y parte interesada es que esos intereses se revelen y sean gestionados correctamente por el gobierno corporativo, para que ellos no entren en conflicto con los demás intereses. Más aún, que no estén en contradicción con el interés general y colectivo, pues este es el punto de encuentro donde los intereses individuales convergen para que la empresa exista en el largo plazo. Esto no es diferente para un país.
La corrupción amenaza la supervivencia de una empresa, de una comunidad y de un país. Conductas corruptas rompen la gobernanza y la forma adecuada de gestionar los intereses individuales. La corrupción parte de una idea y una convicción o creencia: además de ser natural tener intereses particulares e individuales, lo correcto es que esos intereses estén siempre por encima y sean prioritarios a los intereses de los demás y, por tanto, a cualquier noción de interés general o colectivo, e incluso de la ley.
En su esencia, la corrupción es antisocial, antisociedad, antiempresa y anticomunidad o familia. La corrupción es una conducta antiética porque ética es aquella decisión o conducta que beneficia al mayor número de personas. Los efectos pueden dimensionarse cuando son sumados esos intereses desconocidos, cuando se mide el daño económico o financiero y se estiman los costos de oportunidad que la corrupción ha generado.
La ética no son discursos, escritos y pronunciamientos. Hace casi una década, en un foro empresarial, se leyó un texto. Ante los aplausos sonoros y largos de la audiencia, Carlos Raúl Yepes, expresidente del Grupo Bancolombia, señaló que acababa de leer el código de ética de la empresa Odebrecht.
La ética supera lo legal. Las conductas y actos que defienden o promueven, alimentan y acrecientan el bienestar general cada día, todos los días, son éticos. La ética no tiene raza, género, estrato, ideología o partido político ni nivel de estudios u otras etiquetas, porque pertenece al individuo y a la forma como tramita sus intereses frente a los demás y frente al bienestar general.
La corrupción tiene altos costos económicos. Es imposible que una persona corrupta sepa trabajar en equipo. Donde no hay propósito común no hay equipo. Más temprano que tarde, esa persona hará primar su interés personal e individual sobre los de todos los demás. Sea siendo muy egoísta, aceptando el fraude, justificando el robo, explicando su violencia, evidenciando su deshonestidad, poniendo a todos en riesgo, incluso a sí mismo, o desconociendo sus obligaciones e ignorando sus responsabilidades.
En Colombia la expresión extrema de la corrupción es la convicción de que la eliminación de un contrario y el acabar con una vida pueden disculparse en nombre de un interés profundamente personal.