Ya son públicas, y televisadas, las audiencias de la JEP y las de la Comisión de la Verdad. Todavía se oponen algunos: curiosamente, los mismos que reclaman que el expediente del proceso del expresidente y exsenador Uribe se haga público en su totalidad para que las filtraciones interesadas no lo distorsionen. Que es exactamente lo mismo que dice el exjefe guerrillero Timochenko sobre todas las confesiones ante la Justicia de todos los participantes en el conflicto interno (cuya realidad todavía niegan algunos): guerrilleros, paramilitares, militares, y los llamados “terceros”. Es decir, los financiadores de la guerra.
Tanto el expediente de Uribe como las “versiones libres” ante la JEP o la Comisión deben ser accesibles para todos, como lo fueron las declaraciones ante sus equivalentes en otros países desgarrados por las guerras civiles: Sudáfrica, Sierra Leona, Ruanda, la antigua y despedazada Yugoslavia. Y esa publicidad, esa posibilidad para todos los ciudadanos de ver y oír los testimonios o las confesiones de todos los actores del conflicto, fue decisiva en la dificultosísima tarea colectiva de la reconciliación, probablemente nunca lograda, o imposible de lograr.
Esa publicidad fue necesaria en todos esos sitios, y lo es aquí también. Hay que saber qué pasó. Y la mejor manera de saberlo es verlo contado por sus protagonistas, en directo. Hay que saber qué pasó, así sea a costa –como escribe el director de esta revista, Alejandro Santos– de “quedar atrapados en el pasado”. Sin el conocimiento del pasado es imposible entender el presente. Y menos el futuro.
En estos días he visto en directo los testimonios de algunos de esos protagonistas, en particular los tremendos testimonios de víctimas del secuestro por parte de las guerrillas de las Farc: ese crimen horrendo del secuestro que hasta hace pocos días los exguerrilleros de ese grupo se negaban a reconocer en toda su crudeza, llamándolo de manera eufemística “retención”. Y pese a que había leído los libros escritos por tres de ellos sobre sus experiencias respectivas –No hay silencio que no termine, de Íngrid Betancourt; Siete años secuestrado por las Farc, de Luis Eladio Pérez; Cautiva, de Clara Rojas– oírlos en sus voces y de sus bocas fue conmocionante.
La crueldad. No solo la del secuestro en sí, que destruye a la persona, sino también en sus minucias cotidianas. Una crueldad dirigida especialmente contra las mujeres –Íngrid y Clara, que además de siete años de sus vidas perdieron en la selva su amistad–, pero también contada por Luis Eladio. La crueldad de los guerrilleros en los detalles más nimios de la vida de los secuestrados, descrita por Íngrid, o por Clara en la narración de su parto en la selva y de cómo a continuación le quitaron a su hijo, y a la que Luis Eladio añade la crueldad posterior de la sociedad colombiana en su conjunto. La de los medios: “Un secuestro ni siquiera era noticia”. “Los secuestrados éramos mercancía”. La de adversarios políticos: una “mano negra” que señalaba a quienes la guerrilla podía o debía secuestrar. La crueldad de “espontáneos” extorsionistas que buscaban lucrarse de las desesperadas familias. Y, ya años después, la burla a cargo de los comandantes guerrilleros que negociaban la paz: el infame “quizás, quizás, quizás...” canturreado entre risas por Santrich y Márquez cuando les preguntaron si pedirían perdón a las víctimas. La crueldad también, señalada por Íngrid, del Gobierno del momento, el de Andrés Pastrana, al que no vacila en acusar de haber facilitado su secuestro al quitarle los escoltas y dar la orden de abrir el retén militar para que siguiera adelante, hacia el peligro.
Porque hay que oír también, e igualmente en vivo y en directo, la versión de los expresidentes, y la de sus ministros de Defensa. La de los generales del Ejército y de la Policía. La de los políticos a que alude el político Luis Eladio Pérez (y también lo eran Íngrid Betancourt y Clara Rojas). La de los paramilitares. Tanto sus excomandantes Salvatore Mancuso como Jorge 40 han dicho que quieren hablar, pero por lo visto no los dejan. Y, como dije al principio, la de los “terceros”: los financiadores, los verdaderos determinadores de la guerra. Porque, como es sabido desde hace varios milenios, el “nervio de la guerra” –como lo llamó Filipo de Macedonia– es el dinero.