Detesto esa costumbre tan colombiana de adjudicar un grado de culpabilidad a la víctima asesinada. Le reprochan que hizo o dejó de hacer algo y por eso lo mataron. Que si sacó el celular donde no debía; que si cruzó un puente peatonal oscuro; que si habló de más ante los criminales o se metió con la novia del duro.
Lo preocupante es que sea el propio presidente Petro el que ponga en práctica ese mal hábito y preciso en un momento tan delicado.
En su visita a San Luis manifestó que los policías deberían mantener una buena relación con los habitantes de los pueblos donde los pueden masacrar. La cercanía con ellos, sostuvo, supone el mejor escudo para salvaguardar sus vidas. De alguna manera estaba recriminando a las víctimas del salvaje atentado por no haber estrechado lazos con los campesinos de ese corregimiento de Neiva.
Aunque el jefe de Estado realizó una acertada radiografía de San Luis tras conversar con sus habitantes, prefirió obviar una parte esencial del relato de la Colombia que sufre el acoso de las bandas criminales. No quería que un cuadro fidedigno, completo, de una problemática compleja, estropeara su argumentación sobre la policía, tan sesgada como demagógica.
Vino a decir que su multitudinario y entusiasta recibimiento en El Tarra se debió a su conexión con el campesinado como primer presidente de la Colombia marginada, y no a su laxa política de no erradicación de la coca y del perdón a las guerrillas que controlan la zona.
Por el contrario, continuaría con su argumentación, a los agentes estacionados en esa localidad esos mismos campesinos los tratan como parias. Y si no los quieren ni se pueden acercar a ellos, sería responsabilidad de los policías por no ejercer bien su labor.
Lo inquietante es que el presidente Petro conoce, pero calla, que en esa otra Colombia impera la ley guerrillera de declarar objetivo militar a todo aquel que establezca un trato amable y estrecho con un uniformado. Acercarse a ellos supone ponerse una lápida encima.
Es cierto que dado el ambiente hostil con que los reciben, los policías, así como los militares, que tienen idéntico trato, suelen mirar con suma desconfianza a los lugareños y existe una lógica prevención por ambas partes. De ahí que la declaración de Petro, como tantas otras del Ejecutivo, unidas a decisiones como la de trasladar a Bogotá al líder de la primera línea, conlleve un inocultable afán de desprestigiar a la Policía Nacional y no de pintar un cuadro realista.
Con demasiada frecuencia Petro parte de premisas falsas, plagadas de medias verdades, para sacar las conclusiones que le interesan. Una de ellas es mandar el mensaje de que su ideología y la mano tendida hacia cocaleros y criminales solucionará de manera rápida una violencia enquistada en algunas regiones que hicieron metástasis.
No hay más que analizar lo ocurrido esta semana en el municipio de Argelia, uno de los más cocaleros del Cauca. Las dos disidencias Farc y el ELN libran una cruenta guerra que deja a los habitantes en medio del fuego cruzado. En esta ocasión, el corregimiento de Puerto Rico fue el escenario escogido para darse bala.
La gente salió disparada hacia la cabecera municipal, a una hora de distancia aproximadamente, que es la única área de toda Argelia donde no hay ni coca ni laboratorios por ser de clima frío. No iban buscando la protección de la Policía, que no sale más allá del casco urbano, ni del Ejército, al que las propias comunidades han expulsado varias veces de sus poblaciones. Sería absurdo porque la autoridad la ejercen las Farc y el ELN y no permiten que nadie tenga contacto con la fuerza pública.
Los desplazados, por tanto, solo pretendían alejarse un tiempo de los disparos. Vivir en medio de la violencia es el precio que pagan por haberse convertido en una región donde florecen todas las líneas del negocio: sembradíos de coca, laboratorios de base, cristalizaderos, ruta de exportación.
Antes había policía en el corregimiento de El Mango, pero la Corte Constitucional los obligó a salir porque los lugareños pusieron demandas para que se fueran. Alegaban que solo eran un blanco para las guerrillas, que los hostigaban con frecuencia, y su presencia los ponía en peligro.
Igual hicieron con el Ejército en El Plateado. Los desterraron con idéntica estrategia. Y si un contingente militar aparece por el cañón del Micay para realizar un operativo contra los criminales, no solo no reciben ningún apoyo, sino que los pueden expulsar. En minutos se congregan cientos de campesinos que los rodean y fuerzan a salir.
Tampoco sería posible para un labriego hacer nada distinto a sumarse a la manada. La ley de los criminales, ya sean considerados políticos o solo narcos, señala que a los discrepantes los silencian a bala.Un presidente no puede reducir la causa de una masacre a que los policías no son queridos por la comunidad. No es serio ni honesto con los muertos.