Parto de la premisa de que toda forma de dominación del hombre por el hombre es por definición injusta. ¿Cómo puede ser justo el hecho de que unos pocos manden sobre el resto? Por esta razón, desde que el poder existe como hecho social, la necesidad de legitimarlo se convirtió en la principal tarea de la filosofía política, dando rienda suelta a la más loca creatividad que registra la historia de las ciencias sociales.   Primero fue el carácter divino del gobernante: faraones, emperadores, papas, zares, príncipes, reyes, sultanes, califas, caciques, reclamaron de su relación directa con los dioses la posibilidad de mandar. En líneas generales, la situación permaneció igual hasta cuando los delirios de un ginebrino pergeñaron la “soberanía popular” basada en un increíble “contrato social”. Contrato que, hay que decirlo, no conozco al primero que lo haya firmado. Luego, azuzados por una clase burguesa emergente, los nuevos ciudadanos soberanos decidieron que el Rey ya no merecía ser adorado sino decapitado. Con el tiempo, gracias a los buenos historiadores, aprendimos a entender el verdadero alcance de las revoluciones: a identificar el pretexto, los bandos en conflicto, luego contar la cantidad de muertos y finalmente ver cómo una nueva élite se apropia del poder.   Vino el voto censitario, que posteriormente fue extendido incluso a los pobres (algo revolucionario en la Inglaterra de la segunda mitad del XIX) y, por último, a la mujer, ese ser socialmente heroico que, vergonzosamente, nuestras democracias modernas aún no han logrado “desinferiorizar” por completo. Desde entonces, periódicamente elegimos a un puñado de personas llamadas a representarnos, para soslayar la imposibilidad física de que todos gobernemos al tiempo poblaciones que se cuentan por millones. Sin embargo, como advirtió Kelsen, esta “representación” es una mentira debido a la ausencia de mandato imperativo por parte de los “representantes” que, una vez elegidos, hacen lo que les viene en gana porque no tienen obligación jurídica alguna frente a los electores por lo que prometieron.   En suma, no es que hayamos desacralizado la política, pues estos hombres aún se creen y actúan como dioses: es sólo que el carácter divino ahora emana del voto. Voto que, según estudios recientes, en las grandes democracias va en forma sistemática al caudal electoral del candidato que más dinero le inyecta a su campaña.   Favorecer la democracia participativa, y la local, fueron los principales intentos por contrarrestar los defectos de las democracias meramente representativas y centralizadas. Y, en este orden de ideas, hoy sólo habría verdadera democracia en Suiza, único país del mundo donde el referéndum cantonal es el deporte nacional (después del fútbol, claro).   Sin duda, la gran lección política que dejó el XX fue que en nombre de las mayorías también se cometen las peores atrocidades: Hitler, Mussolini, Lenin y Stalin contaron con ellas. Aprendieron a dominar el arte de la propaganda y la censura, a “fabricar” el consentimiento ciudadano y acallar el pensamiento autónomo, como ya lo había hecho Wilson para llevar a Estados Unidos a intervenir en la Gran Guerra sin tener velas en ese entierro masivo (y lo siguieron haciendo sus sucesores, para invadir otros Estados con no siempre ingeniosos pretextos). Hoy abundan los “tiranos demócratas”, como Berlusconi y Chávez, que se apropian de sus países y siguen ganando elecciones fundamentalmente gracias a los medios. En Colombia, Uribe casi lo consigue aupado por la maquinaria mediática y la clase política más corrupta del país, galopando en su fantástico “Estado de opinión” -por fortuna hoy caído en el desuso-.   El derrumbe definitivo del comunismo a finales de los ochenta (que consumó “El fin de la historia”, según un notable autor de ciencia ficción que posa de científico y hace poco estuvo de visita en el país), convirtió la democracia en un lugar sagrado mundial intocable, y criticarla, en una herejía inconcebible entre politólogos. Hoy, tanto revolucionarios como reaccionarios comulgan sin reservas con el ideal democrático. Este tabú explica por qué casi todos los libros sobre democracia son tan malos: porque los escriben demócratas acríticos, que cultivan un razonamiento circular y en lugar de problematizar entonan un himno exaltado a los lugares comunes.   Salvo excepciones, la reflexión democrática es autorreferencial. Se hace apelando a ficciones históricas flagrantes como “voluntad del pueblo”, “soberanía popular”, “opinión publica”, “representación”, “interés general”, que siguen enseñándose en las universidades con una sonrisa idiota -lejos está de ser difidente, como debería- del catedrático en la boca. Inmaculados conceptos que, sin embargo, sencillamente no existen en la práctica.   Con todo, la farsa democrática continúa siendo la mejor que tenemos porque no hemos sido capaces de imaginar otra. "La democracia es el peor sistema político que existe, con excepción de todos los otros sistemas", aseveró Churchill. En efecto, lo es, un pésimo sistema, como todas las demás formas de gobierno, porque aspira al imposible de legitimar el reinado de unos pocos sobre muchos.   La democracia es un concepto dinámico que se construye dialécticamente por medio de un diálogo que tiene lugar en las sociedades que la practican (¿o padecen?) entre los votantes y quienes realmente ejercen el poder, con base en sus respectivas aspiraciones. A fuerza de actualizarse según las exigencias de la época, la democracia se convirtió en un sistema particularmente complejo. Tanto, que el principio que le sirvió en un primer momento de zócalo, el de mayoría, ya no basta para definirla.   Con la democracia ocurrió algo similar que con el capitalismo, el cual, si hoy funciona, es en gran medida porque no lo es. Si las economías de mercado aún se sostienen “pacíficamente” es sólo gracias a la intervención estatal que corrige en algo sus injusticias, atemperando -muy poco, es cierto- la concentración de la riqueza y la miseria que las “fuerzas del mercado” dejadas a su libre imperio propician.   Pues bien, el principal correctivo que han engendrado las democracias contemporáneas para conservarse, es la limitación de su principio basilar, el mayoritario. No puede ser casual que hoy el grueso de los indicadores “democráticos” consistan en límites infranqueables para las mayorías: derechos humanos, separación de poderes, estatuto de la oposición, alternancia en el poder, discriminaciones positivas, libertad de expresión y prensa, ius cogens, independencia judicial (léase activismo), límites al poder de reforma constitucional…   En esta medida, la democracia se volvió “contrademocrática”. El desarrollo de sus nuevos principios ha conducido a reducir la realidad de su práctica. Por increíble que parezca, el mayor mérito de la democracia moderna ha sido corregir sus defectos incluso al costo de minar sus fundamentos. No de otra forma se explica que los ciudadanos nos encontremos cada vez con mayor frecuencia, de cara a una consulta popular o un proyecto de ley progresista, esperando que se haga cualquier cosa, salvo la voluntad de la mayoría.   Tal vez sea hora de recordar a Chesterton: "There is nothing that fails like success", pues el éxito mundial de la democracia pareciera estar convirtiéndola en su principal víctima. El reto constante está, justamente, en conseguir reinventarla a partir de sus propios límites.   La democracia contra sí misma   *Candidato a Doctor (PhD) en Ciencia Política por la Universidad París II Panthéon-Assas http://iuspoliticum.blogspot.com Twitter: florezjose  Responda a la pregunta haciendo clic: ¿El problema de la inseguridad en las ciudades se resuelve a largo plazo con cambios en el código de policía?