Se sintió como un zancudo. En la parte derecha de la cara. Había un problema: no era fácil discernir. Acababa de terminar de almorzar y empezaba la jornada de la tarde. Perdí el control de mi cara; o más preciso, la mitad derecha de ella. En pocos minutos, la sensación se había transferido hasta la punta de los pies. Estaba semiparalizado.  No me di cuenta de inmediato. Ni tampoco que había perdido el don de hablar. Ya en la clínica, en la unidad de cuidados intensivos, comencé a reaccionar. Que no era posible contestar. Que las palabras pronunciadas por mí no se entendían. Que era preferible acudir al silencio.  La condición del cuerpo tomó más tiempo. Días, incluso. Sabía que algo me había pasado, mas no la gravedad. Puede leer: La mezquindad de la oposición  Era curioso para mí quedar bajo el manto del silencio. Soy comunicador de profesión. Me pagan por hablar. Por escribir. Por opinar. Pero no era posible. La enfermedad me lo impedía.    Oficialmente, me dio un accidente cerebrovascular hemorrágico. En mi caso, se reflejó en parálisis en el 50 por ciento del cuerpo. Confieso que fue aterrador. De un momento a otro perdí el control. No podía pararme ni caminar. Ni hacer nada solo. Era apremiante. Y frustrante.  Los primeros días en la clínica fueron de zozobra. Nadie me hablaba del incidente. De todo lo otro, sí. Las pequeñas victorias se convirtieron en grandes. Pasé del caminador a caminar solo; de gatear a correr. De decir sí o no, a frases completas  Mueve el brazo derecho, mueve los dedos. Un poco, si es posible. Esos fueron los primeros días del hospital. Reaccionar a lo que me decían. Ver con angustia que mis órdenes no se cumplían. Que el lado derecho parecía dormido. Es una sensación extraña de impotencia. Más aún con la incapacidad de no poder decirlo en voz alta.   Tenía dos opciones. La primera, lamentarme, victimizarme.  De alguna manera era lo esperado. Por lo sorpresivo. Por el impacto. Que un hombre pierda la movilidad y quede en silla de ruedas afecta. Y mucho.  La segunda opción –ponerle buena cara y empuje, creer en mi recuperación– no era obvia. No se sabía la gravedad de mi lesión ni su duración. Todo era incertidumbre.    No sé qué me impactó, pero la primera opción nunca fue una alternativa. Era perder el tiempo. El obligatorio culpar a otro. No es mi estilo y no está en mi ADN.  Le recomendamos: Lo que Duque puede aprender de Clinton  A falta de palabras acudí a los gestos, una manera fácil de hacerme oír. Desde el primer momento ofrecí mi cooperación. Fue tanta que aun hoy mis hijos me lo recuerdan. Todo era sí.   Tuve razón con el optimismo. El lado derecho se empezó a despertar. No fue nada fácil. Aun hoy, a cuatro meses del incidente, se mantiene el trabajo en progreso.  El cerebro es una cosa maravillosa. Su plasticidad, su capacidad de reinventarse. Así, a pocos días del accidente, pequeños avances demostrarían que no todo estaba perdido. Que con esfuerzo y dedicación habría otro futuro; que la silla de ruedas no era un final, sino apenas un paso necesario.  Las pequeñas victorias se convirtieron en grandes. Pasé del caminador a caminar solo; de gatear a correr. Reducido a decir sí o no, a frases completas. Lento pero seguro.   Y con una bendición: no hubo pérdida de memoria. A pesar de lo grave que fue el accidente, la experiencia conectiva no se impactó. Era un milagro. No fue el único.  Le sugerimos: La justicia de los indignados  Los médicos y las terapistas hablan de la hora cero. Es el crítico momento en que la gravedad de la enfermedad se decide. En mi caso, mis coequiperos me trasladaron a la clínica lo antes posible, mitigando el impacto del accidente.  El otro milagro es mi familia. No es posible imaginar una recuperación sin amor, apoyo y dedicación. Ha sido mi motivación y mi inspiración. Hoy puedo decirles que estoy de regreso. Durante mis cuatro meses de silencio la popularidad de Iván Duque bajó… y subió; la ley de la JEP sigue sin firmarse; Venezuela amaneció con dos presidentes; y un Donald Trump en la misma jugada, en la que pasa de todo y no pasa nada.