Esta amenaza estaba latente, pero se ha tornado explícita en fecha reciente luego de que el presidente cambiara varias veces de postura. Primero planteó una constituyente dentro de la Constitución, otra por fuera, y luego, sostuvo que, en virtud del acuerdo final con las Farc, gozaría de un poder autónomo para expedir una nueva carta política.
Todas estas ideas han sido sustituidas por una más simple y poderosa: el poder constituyente popular, sin restricciones ni plazos. El presidente lo enunció así: “Cuando un pueblo se coloca en el talante de decidir sobre un gobierno o sobre las instituciones del Estado, se coloca en algo que se llama el poder constituyente. Ha comenzado el poder constituyente en Colombia, no es una asamblea, el poder constituyente es un talante de la población, cuando un pueblo decide gobernar”.
Es precisamente en este contexto que resulta comprensible que hace poco se haya definido como “ácrata”, que es quien no cree en las instituciones. Ese escepticismo proviene de una convicción: que ellas, por así decirlo, tienen matricula condicional. El pueblo soberano las supervisa y, cuando a bien lo tenga, las puede aniquilar. Por supuesto, ese gran colectivo no se moviliza solo. Necesita un caudillo, el cual igualmente estará por encima de las instituciones.
En lo esencial, Petro tiene razón. La pretensión de dar sustento al poder político primario, desde el punto de vista de la teoría del derecho, carece de sentido. No existe un derecho prejurídico de origen divino o inscrito en la naturaleza. El contrato social, como fuente de la autoridad, es una hipótesis indemostrable que no explica el surgimiento del poder. El “bien común“ es un concepto carente de contenido si se acepta que la sociedad es plural y, por ende, inexorablemente conflictiva.
Desde los albores de la revolución francesa, el Abate Sieyès estableció con claridad la distinción entre poder constituyente y poder constituido. El primero, absoluto y fundacional propio del tercer estado, o sea del pueblo, en la estructura del poder feudal. El segundo, acotado, que es lo que conocemos como Estado de derecho. De entonces para acá las constituciones democráticas, comenzando por la estadounidense de 1789, han invocado al pueblo como origen de la autoridad.
Para lograr que esa afirmación goce de general aceptación, se requieren ejercicios de manipulación de los hechos, más o menos sofisticados. No existe, en realidad, un conglomerado humano que, de manera inequívoca, pueda llamarse “el pueblo”; los pueblos abundan. Lo que la observación de la sociedad muestra son clases sociales, élites y masas, ricos y pobres, sectores económicos, regiones, culturas…
En nuestro caso, la larga parrafada introductoria contenida en la Carta de 1991, para convencernos de que es el pueblo el que se dota a sí mismo de una nueva constitución, guarda piadoso silencio sobre la exigua votación que se registró para citar la constituyente, y que ella, habiendo sido convocada con poderes limitados, se autodeclaró soberana. Nadie tuvo suficiente fuerza para oponerse. La narrativa justificatoria funcionó bien. Por eso sus integrantes son próceres, no delincuentes.
Expuestos estos antecedentes, ¿qué es lo que genera rechazo y desconfianza frente a las manifestaciones de nuestro presidente?
Ante todo, que sea él quien las formule. Sus manifestaciones adversas a las instituciones y a los funcionarios que las representan son admisibles expresadas por académicos, intelectuales y políticos de oposición, pero no por quien, en la ceremonia de asunción del cargo, juró cumplir la Constitución y las leyes. Al menos Chávez tuvo la decencia de jurar, cuando fue elegido por vez primera, que cumpliría una constitución a la que calificó como “moribunda”, y que poco después hizo perecer.
De otro lado, es ya evidente que Petro carece de compromisos con las instituciones vigentes. Sus palabras, entre ellas las atrás copiadas, y sus actos son contundentes. Las instituciones se mantienen firmes gracias a que gozan de respaldo popular. El presidente no es su defensor, es su adversario. No le muestran un camino para gobernar, encuentra en ellas un obstáculo.
Y, por último, suscitan suspicacia sus continuos elogios a Toni Negri, un filósofo italiano de extrema izquierda, para quien el poder constituyente no opera exclusivamente en la transición de un sistema político a otro; lo entiende también como un poder permanente y extraconstitucional, que el pueblo utiliza para la trasformación radical de la sociedad. Exactamente lo que dice Petro.
Leamos a Negri, así no sea un paradigma de claridad: “… las prácticas de la representación burguesa están hoy tan mistificadas y obsoletas que han de ser recompuestas frente a las nuevas condiciones del saber… y contra las censuras y las limitaciones que fundan el biopoder capitalista sobre la superstición”.
La política presidencial está orientada a afianzar un poder constituyente de naturaleza insurreccional con el fin de ponerlo en acción cuando las circunstancias sean propicias.
Estos son sus elementos:
Primero, la movilización de sus partidarios, estrategia que requiere la consolidación de una masa estudiantil homogénea y comprometida, tal como parece haberlo logrado en la Universidad Nacional. Para estos fines, es indispensable la abolición del principio de autonomía universitaria. Los otros integrantes de ese colectivo son etnias, campesinos y las célebres y temidas primeras líneas. Segundo, persistir en la tarea de buscar mayorías parlamentarias usando los medios que fueren necesarios, incluso legales.
Tercero, la profundización de una agresiva estrategia jurídica. Si leyes y decretos soportan el examen judicial, estupendo. En caso contrario, esas derrotas se usarán para alimentar la teoría de que el país está bloqueado, y que se requiere una salida extraconstitucional. Por último, los ceses al fuego, en el contexto de negociaciones a término indefinido o carentes de viabilidad política o jurídica, sirven para que esos supuestos adversarios se conviertan en aliados en las elecciones de 2026. La paz total es, en realidad, una política electoral.
Quedemos enterados del “agua que nos moja”.
Briznas poéticas. En momento de grandes definiciones, me coloco al lado de Nietzsche. “El individuo ha luchado siempre para no ser absorbido por la tribu. Ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo”.