La indagatoria del expresidente Álvaro Uribe me pilló en Ereván, capital de Armenia, un país con una historia trágica y convulsa, marcada por la muerte de cerca de un millón y medio de armenios en un espacio de 20 años, entre 1890 y 1915, conocida como el genocidio armenio. Desde estas lejanas tierras que han conocido la fatalidad que acompaña a las guerras olvidadas, seguí paso a paso los pormenores de esta audiencia, como si se tratara de una serie de Netflix. La distancia, digo yo, le permite a uno recuperar la cordura y mirar las cosas en perspectiva, lejos de esa presión inmediata de las redes que tanto distorsiona los hechos. Y así, mientras mi alma se encogía recorriendo el museo sobre el genocidio armenio –las víctimas eran sacadas en trenes con el propósito de ser deportadas, pero no llegaban vivas a su destino porque terminaban fusiladas en el camino–, me di cuenta de que nuestro principal problema no es ni la violencia ni el narcotráfico, ni tampoco la impunidad, como nos lo refriega el discurso uribista, sino la falta de una ética pública.

No tengo la menor duda de que el expresidente Uribe es su más fiel exponente: su concepto de política es el todo vale; se ha servido del poder para echarle tierra a su pasado y para beneficiar sus intereses, que son los mismos de los grandes latifundistas. Y en los raros momentos en que acepta que ha cometido “errores” –como el que lo tiene dando explicaciones ante la Corte Suprema de Justicia por haber manipulado presuntamente testigos en contra del senador de la oposición Iván Cepeda–, los justifica con la extravagante tesis de que son unos simples traspiés, producto de su profundo amor por Colombia. Se le hincha el pecho hablando de impunidad y de la entrega de las instituciones al castrochavismo, pero su preocupación por el deber ser de la política le dura hasta el primer fallo proferido contra el uribismo. Eso sí, se le hincha el pecho hablando de impunidad y de la entrega de las instituciones al castrochavismo, pero su preocupación por el deber ser de la política le dura hasta cuando llega el primer fallo proferido en contra del uribismo. Ahí termina su respeto por las instituciones, porque el primero que se viene lanza en ristre contra ellos es él mismo. Y ni hablar de lo que sucede cuando se trata de mirar la corrupción dentro del uribismo: para Uribe, todos son buenos muchachos. La justicia debe ser dura con los enemigos políticos; pero en casa, los estándares morales cambian y las cosas son a otro precio. Un líder político es capaz de sostener estas tesis porque no tiene los parámetros de una ética pública y le parece que hablar de ello es perder el tiempo.

Lo grave es que una sociedad permita que este tipo de liderazgos, basados en una persona que se cree que está por encima de la ley, prosperen y se enquisten en el poder. En estos casos, la justicia se vuelve un obstáculo que pone en peligro su supervivencia. Los magistrados empiezan a ser blanco de toda suerte de presiones sobre la base de premisas tan hechizas como la monja falsa que defendió a Uribe el día de la indagatoria. Una de esas premisas insiste en hacer una simetría insostenible científicamente, pero que funciona para la galería: si los excomandantes de las Farc están en el Congreso, a Uribe no se le puede ni tocar porque nadie entendería que el expresidente terminara en la prisión mientras las Farc están hoy libres en la calle disfrutando de una curul en el Congreso. Ese es un falso dilema, desde luego: las Farc decidieron entregar las armas producto de un acuerdo de paz y no están tranquilas por la calle, ya que deben contar la verdad ante la JEP, un desafío todavía por cumplir. Pero si esta premisa prosperara, Uribe sería tan imbatible que podría hacer y deshacer sin que la justicia pudiera ni siquiera pellizcarlo.

Afortunadamente, todavía hay un Estado que funciona sobre las bases de una ética pública, que sabe lo que está en juego y que no cede a las presiones de quienes quieren volver este episodio un melodrama y una farsa. En Armenia, los responsables del genocidio nunca fueron sometidos a la justicia, pero años más tarde murieron a manos de un comando de la República Federal Armenia, que ordenó matarlos como un acto de venganza en una operación secreta conocida como Némesis. Ojalá que en Colombia no volvamos por la senda de la venganza. La justicia tiene que ser capaz de sortear bien este desafío y darle todas las garantías para que Uribe tenga un juicio justo, sin que ello le reste templanza para pronunciarse como es debido. Un país sin ética pública, sin normas de convivencia que respeten las libertades y sin una justicia independiente no puede ir sino para atrás.