A los pocos meses de elegido Donald Trump hubo una reunión en Nueva York con varios de los presidentes latinoamericanos, entre los que estaban Mauricio Macri de Argentina, Dilma Rousseff de Brasil, Enrique Peña Nieto de México y Juan Manuel Santos de Colombia. En esa reunión, Trump, sin ningún tapujo, puso sobre la mesa la posibilidad de una invasión militar a Venezuela. De inmediato, todos los presidentes –incluido Santos quien fue el que más insistió– le expresaron al presidente norteamericano que esa posibilidad estaba fuera de toda consideración. Tan contundentes fueron en su rechazo a una intervención militar en Venezuela que ese espinoso tema se enterró. Este episodio ocurrido a inicios de 2017, me lo contó el propio presidente Santos en una de las tantas entrevistas que me concedió cuando estaba escribiendo el libro sobre el acuerdo de paz logrado con las Farc. Hoy, que veo cómo se alzan de nuevo los ánimos pidiendo sangre luego del atroz atentado perpetrado por el ELN, guerrilla que está siendo protegida por el régimen de Maduro, este episodio cobra de nuevo vigencia porque muestra lo cerca que estamos de una intervención militar en Venezuela que podría desembocar en una guerra entre Colombia y el país vecino. Queda claro que Donald Trump, desde que llegó al poder, siempre ha considerado la invasión militar como una opción viable para solucionar la crisis venezolana y que la razón para que esta posibilidad no hubiese prosperado no es porque Trump hubiese desistido de ella sino porque no encontró apoyo en los presidentes latinoamericanos que en ese momento estaban en el poder. Ahora el clima político que se vive en varios países de la región ha cambiado. En Brasil ganó Bolsonaro, un populista de derecha que coincide con el despotismo de Trump hacia los inmigrantes y las minorías. Dentro de su primaria visión de la política, la intervención militar en Venezuela resulta ahora una opción lógica. En Colombia también las cosas han cambiado luego de que triunfó el candidato impuesto por Uribe con la bandera del No a los acuerdos de paz. Santos se fue del poder, las Farc se convirtieron en un partido político y el uribismo se quedó sin con quien pelear. Sin enemigos, Uribe, el presidente eterno, se extinguió en las encuestas por primera vez en su vida política e Iván Duque un político joven y bien intencionado, se perdió en los entresijos del poder hasta que la estupidez del ELN le permitió reencontrarse de nuevo con la narrativa de la guerra. (Eso dicen los analistas que están contentos viéndolo de nuevo reimponiendo la seguridad democrática versión II, que incluye la posibilidad de que los civiles puedan portar armas sin mayores restricciones, como si en este país no supiéramos lo que sucedió cuando se les permitió a las Convivir portar armas de largo alcance en el gobierno de Gaviria). Aunque el presidente Duque ha desmentido a su embajador en Washington cuando dijo que la opción de invadir a Venezuela se estaba considerando dentro del abanico de soluciones para abordar la crisis en ese país, la realidad es que desde que se produjo el excecrable atentado perpetrado además por el frente del ELN que tiene vasos comunicantes con el régimen de Maduro, la justificación para una guerra con Venezuela ha cobrado una inusitada vigencia. Ya las redes están apelando al nacionalismo y a la defensa de la patria para atizar las emociones. Solo falta que alguien prenda la mecha. De pronto una posibilidad remota, que nunca había sido considerada por los colombianos, cobra fuerza. Nunca habíamos estado tan cerca de una guerra con Venezuela, como ahora. Pero no solo desde Colombia se está intentando construir una matriz de guerra contra Venezuela, que incluiría la guerra contra el ELN. Lo propio está haciendo Maduro con sus mentiras patológicas, –ha dicho en un discurso que el año pasado llegaron a radicarse en Venezuela más de un millón de colombianos–, con sus constantes atropellos a la oposición y con su despotismo por la democracia y por todo lo colombiano. Maduro se ha dedicado en sus discursos a culpar a Colombia de todos sus problemas, –nos achaca desde la crisis del bolívar hasta el auge del narcotráfico– y la posibilidad de que una invasión militar a Venezuela cobre realce le sirve para responsabilizar al intervencionismo norteamericano del fracaso de la revolución del siglo XXI, una cruda verdad que todavía no acepta. A Maduro también le conviene que Colombia aparezca como cabeza de playa de esa opción de fuerza porque eso radicalizaría aún más al ELN y aumentaría su influencia sobre esa guerrilla, lo que podría permitirle justificar una eventual guerra contra Colombia con el objetivo de expandir la revolución del siglo XXI. Dice Thomas Mann que la guerra es la salida cobarde a los problemas de la paz. Eso nos puede suceder en Colombia si nos dejamos llevar por los populismos y por los odios que todavía no hemos tramitado. Lo otro, que es construir la paz es mucho más difícil pero éticamente es lo único correcto que un presidente en Colombia debería hacer. Claro, siempre será más fácil atizar la hoguera de una guerra contra el ELN y contra el país que le da abrigo– que hacer la reforma rural que hoy está congelada y actualizar el catastro rural para que los que más poseen tierras paguen impuestos. Es más fácil apelar a un nacionalismo hirsuto que llegar a las zonas olvidadas con proyectos productivos. La guerra une a la sociedad, la paz la divide. Reactivar la narrativa de la guerra puede hacer subir a Duque en las encuestas. Pero eso lejos de ser una señal de liderazgo –como diría Thomas Mann– es una demostración de su incapacidad por enfrentar los problemas de la paz.