Quiero pedirles que tomen nota del derrocamiento del rey Jacobo II de Inglaterra en 1688 y su sustitución por Guillermo III de Orange. Este episodio fue importante por varias razones; una de ellas, que es la que ahora nos importa, la abolición del poder absoluto del rey, quien, hasta entonces, reinaba bajo el supuesto de que, por voluntad divina, sus potestades no podían ser limitadas por nadie.
Para poder acceder al trono, Guillermo, un príncipe extranjero casado con la hija del rey depuesto, tuvo que suscribir el “Bill of Rights” que le impuso el Parlamento para acotar drásticamente las potestades que, con el correr de los tiempos, la dinastía de los Estuardos había acumulado.
Entre los principales preceptos de esa carta de derechos cabe mencionar la prohibición al monarca de abolir las leyes o decretar impuestos sin autorización del parlamento, el cual tendría que aprobar igualmente los recursos para el funcionamiento de la monarquía.
Ese mismo órgano, en aquella época integrado exclusivamente por la nobleza, se reservaba el poder de autorizar la creación y financiamiento de cuerpos armados, una manera de impedirle al monarca doblegarla y de arbitrar los conflictos entre sus distintos integrantes. Igualmente, importante fue la instauración de elecciones libres y periódicas, y la obligación de que hubiere reuniones parlamentarias con regularidad. Bajo el reinado siguiente se instauró la libertad de prensa, y se crearon un ministerio de comercio y el Banco de Inglaterra.
El éxito rotundo de este conjunto de instituciones, que hasta hoy rigen en Gran Bretaña, explica que ella sea, al mismo tiempo, una monarquía constitucional, una democracia ejemplar y un país con grados altos de bienestar.
La invocación de estos precedentes es importante ante el asedio al que está sometida la democracia en diversas partes del mundo y, por cierto, en nuestro país. Esa amenaza, se materializa, por ejemplo, en el énfasis en las políticas identitarias; y la evidente hostilidad por la separación de poderes, o, lo que es lo mismo, por el Estado de derecho.
En ocasión reciente me referí a lo que denominé “Indigenismo reforzado”, a propósito de un decreto del gobierno que, hasta ahora, no ha suscitado alarma, mediante el cual se atribuyeron a ciertas etnias, asentadas en el departamento del Cauca, poderes normativos absolutos con relación a sus resguardos y territorios adyacentes.
Ese estatuto rompe con el carácter unitario del sistema jurídico, el cual, en última instancia, reposa en la primacía de la Constitución. Con los mismos fundamentos ese esquema se puede extender a todo el país. Llegaríamos así a las “repúblicas independientes” con las que soñaron las FARC en los años sesenta de la pasada centuria.
Por supuesto, la política social del Estado tiene que centrarse en quienes padecen pobreza y discriminación, sea cual fuere la filiación étnica que cada quien, con entera libertad, haya decidido adoptar (lo cual no sucede, en muchos casos, con las mujeres indígenas). Es inadmisible que ese énfasis, legítimo como es, se haya degradado al extremo de menospreciar al resto de la población -casi el 90%- como lo hace el Petrismo.
Ese desdén se demuestra con claridad en el rechazo gubernamental a la celebración de los quinientos años de la fundación de Santa Marta. Muchos colombianos, que tenemos ancestros hispánicos (y seguramente también negros, árabes e indígenas) sentimos que esa postura es un agravio a la Nación. Y a cada uno de nosotros.
Diré lo que parece una banalidad: la separación de poderes es un elemento central de la democracia, paradigma que Petro no respeta. Considera que la representación del “pueblo” es privilegio suyo. El Congreso, los jueces, la prensa, son -para él- estorbos que perturban su mística comunión con los suyos.
Si pudiera y, por fortuna, no puede, haría lo mismo que logró AMLO en México, un notorio populista que le es afín: abolir la independencia del poder judicial, objetivo que se logrará mediante la elección popular de jueces y magistrados. Así ocurrirá porque los partidos incluirán, en sus listas de candidatos, a abogados “fieles a la causa”. Difícil será que apliquen el derecho con imparcialidad. Como lo extremos se juntan, Netanyahu, en Israel, busca someter al poder judicial. ¡Es que incomoda tanto a los poderosos!
Petro se comporta como un monarca, no al estilo de Guillermo III de Inglaterra; aunque sí, lamentablemente, como Luis XIV de Francia, a quien se le atribuye haber dicho “El Estado soy yo”, la apoteosis del absolutismo.
Se ha discutido muchísimo sobre la posibilidad de que pierda el cargo por violación de los límites financieros de la campaña electoral. Conviene recordar que también puede ser removido por los motivos que configuran “indignidad en el ejercicio del cargo”, los cuales caben en una de dos categorías: violación de principios constitucionales, y conductas contrarias a la dignidad en el desempeño de la presidencia.
En la primera, se incluyen los frecuentes agravios al poder judicial y los órganos de control, el irrespeto recurrente a las leyes, la violación del principio de autonomía universitaria, el uso descarado de recursos públicos para fines proselitistas, y el acceso abusivo a los canales de televisión no estatales. Es superlativamente grave calificar como “golpe blando” al funcionamiento regular de varias instituciones del Estado e invitar al pueblo a la revolución. No puede ser digno quien insulta, un día sí y el otro también, a quienes le disgustan. La decencia en el trato con los demás a todos nos debe caracterizar.
Al margen de los líos de la campaña, existen, pues, motivos suficientes para iniciar en el Congreso un proceso de destitución del presidente. Sin embargo, esa solución carece, en la actualidad, de viabilidad política. La tutela, el mecanismo judicial que protege los derechos fundamentales, es el mecanismo adecuado para sancionar sus recurrentes improperios y actos de violencia verbal.
Ya fue obligado a retractarse por las injurias a un dirigente empresarial. La tutela en el caso de “fuera Petro”, expresión de protesta satanizada por el presidente, fue reivindicada como legítima por la Justicia. Está pendiente en el Consejo de Estado la protección del buen nombre de un conjunto de periodistas a las que denominó “muñecas de la mafia”. Seguramente las expresiones agresivas contra el Consejo Nacional Electoral, pronto darán origen a nuevas acciones de tutela. Por fortuna, no está Petro por encima de las leyes y de los jueces.
Briznas poéticas. Marguerite Yourcenar nos dejó este aforismo: “La moral es una convención privada; la decencia, una cuestión pública”.