Cuando por primera vez, desde que le declaró una guerra absolutamente sentimental a la mafia, el gobierno colombiano decidió asumir frente a ella una posición racional, el país entero se le vino encima con la filosofía tácita de una quinceañera: mucho de corazón y nada de cabeza.Para desgracia del Procurador Jiménez Gómez, su entrevista con los capos del narcotráfico en Panamá fue descubierta por la prensa antes de que sobre ella se hubiera rendido un informe oficial, y manejada en su contra como si el hecho de haber sido portador del memo que le enviaron los mafiosos al Presidente hubiera sido sinónimo de haber estado buscando un "huequito" en el negocio.Azuzada la opinión pública por indignados prelados de la Iglesia y distinguidos miembros del Partido Conservador que de inmediato pidieron su cabeza, hubo poco tiempo para reflexionar sobre los verdaderos alcances de la actitud asumida por el Procurador.La noticia de la cita en Panamá se produjo en la misma época en la que alarmantes artículos periodísticos daban cuenta de que la mayoría de sindicados por el tráfico de estupefacientes se encontraban nuevamente en libertad. Esto, que es apenas una lógica consecuencia de las mortales deficiencias de nuestro aparato de justicia, había debido servir más bien de argumento para entender que si la mafia quería hablar de rendición, lo mínimo que podía hacer el gobierno era escucharla, sin que ello de ninguna manera implicara una negociación.El memorando al Presidente, lleno de pasajes de Ripley pero lleno, también, de sugerencias aprovechables para localizar los principales laboratorios de coca en el país y para recibir por conducto de la entrega voluntaria de los mafiosos sus principales herramientas de trabajo, era nada menos que el reconocimiento expreso de los narcotraficantes de que se encuentran acorralados, aunque no necesariamente derrotados.Lo que pocos han llegado a entender sin embargo, es que entre acorralar a la mafia y acabarla existe la misma distancia que entre librarle a un mafioso una orden de captura y lograr efectivamente retenerlo y finalmente sentenciarlo.Frente a este aplastante raciocinio, la Iglesia quiso crucificar al Procurador, y el Partido Conservador -en el que muy honrosamente milito- aplicarle las fórmulas santanderistas que tanto ha combatido a lo largo de su historia. Pero quizás la equivocación más inexplicable provino del ministro de Justicia, que "huchándole" la ley en calidad de perro bravo al Procurador afirmó que Jiménez Gómez "tenía el deber como funcionario y como ciudadano de informar a las autoridades sobre ese encuentro, máxime sabiendo que la justicia busca a los hombres que concurrieron a la reunión". Con lo que el ministro de Justicia quizás se olvidó de contar fue con que el Presidente supo de dicho encuentro, por lo que la reunión, si bien secreta, no fue ni mucho menos clandestina. Pero existe otro factor: cuando la reunión se efectuó no existía sobre los mafiosos que concurrieron a ella, en estrictos términos jurídicos, ninguna citación de la justicia: tan sólo la convicción moral de que eran "narcos", así la justicia no hubiera logrado reunir aún pruebas suficientes para su culpabilidad. ¿Podría explicar el ministro de Justicia ante quien puede uno denunciar a alguien de nada? El Procurador Jiménez Gómez, ciertamente, ha incurrido durante su gestión en actuaciones mucho más controvertibles que la que ahora intenta esgrimirse en su contra. Desde esta misma columna ha sido atacado por lo que personalmente he considerado actitudes mesiánicas promocionadas con ánimos desagradablemente publicitarios. Esta vez el Procurador, sin embargo, obró con la debida discreción y con sorprendente sentido práctico. Irónicamente sus principales pecados parecen consistir en no haber sido víctima de un berrinche sentimental cuando fue abordado por la mafia, y en no haberle hecho suficiente propaganda en la prensa a este explosivo encuentro.El debate que ha querido adelantarse es infantil, torpe y absolutamente inconducente. Aun los más tenaces detractores del Procurador saben que actuó con el convencimiento de que de esta manera cumpliría mejor con su deber, y no con la oscura intención de montar un puestecito de "bazuko" .Pero quizás en el punto en el que es más criticable este bizantino debate es en el de haber enfilado baterías para solicitar la cabeza del Procurador, con el objeto de brindarle a la mafia del narcotráfico la oportunidad simbólica de obtener su segundo muerto, en la persona de un funcionario público que comprendió que para combatir a los narcotraficantes de nada servía hacerlo con los desplantes de una quinceañera: simplemente devolviéndoles las fotos y las cartas, y no volviendo jamás a pasarles al teléfono.