Hace unos días –antes que el secuestro del general Alzate pusiera a temblar las negociaciones con las FARC– el alto comisionado de paz, Sergio Jaramillo, dijo lo siguiente: “En La Habana no vamos a llegar a la paz. Vamos a hacer todos los intentos para llegar a un acuerdo para la terminación del conflicto”. Me llamó la atención que una de las personas que más han trabajado en los últimos años en la búsqueda de una solución definitiva a la guerra de guerrillas que ha azotado a Colombia durante décadas sea tan reticente a decir las cosas por su nombre. No es el único. Del presidente Juan Manuel Santos para abajo, los miembros del Gobierno andan con el cuento de que un acuerdo con las FARC no es la paz, sino apenas un hito en un largo camino. Pasada la euforia de la campaña presidencial, la prudencia parece haberse apoderado de las declaraciones oficiales.Es entendible. Nadie quiere generar expectativas imposibles de cumplir. Es mejor, dicen algunos, que los colombianos se preparen para un posconflicto largo, complejo y, para ser sinceros, violento. Colombia aún tiene una alta tasa de homicidios –más de 30 por 100.000 habitantes–. Las actividades delictivas de las FARC si bien aportan a la cifra, no son el único factor de violencia. Las riñas y los mal llamados ajustes de cuentas quitan más vidas que el conflicto armado. Sin embargo, el Gobierno está en peligro de caer en una trampa semántica con consecuencias impredecibles. Negar que lo que se firme en La Habana es la paz es como matar el tigre y asustarse con el cuero. Cuando se firma un acuerdo para terminar una guerra, aquí o en Cafarnaúm, se llama paz. Cuando dos bandos paran de disparar el uno contra el otro, eso se llama paz. Cuando una de las partes opta por dejar las armas y buscar resolver sus diferencias políticas por la vía legal, eso se llama paz.En abril de 1998, el acuerdo de Viernes Santo puso fin al conflicto formal en Irlanda del Norte. El tratado de paz –sí, de paz– es alabado hoy aunque 16 años después aún hay barrios católicos donde ningún protestante se atreve a entrar a riesgo de terminar cojo (romper las rótulas de los intrusos es el modus operandi preferido) y viceversa. Los conflictos se resuelven en generaciones, no en meses ni años. Si uno condiciona la paz a que haya justicia social, a que desaparezca la violencia, como algunos analistas pregonan, Colombia nunca podrá pasar la página y seguirá atrapada por el pasado.Si se llegara a un acuerdo con las FARC, algo que parece más factible tras la decisión del Secretariado de liberar al general Alzate, lejos de multiplicar los peros –que falta esto, que la implementación será difícil, que lo uno, que lo otro– , el Gobierno debería llamar las cosas por su nombre: a la paz, paz y al vino, vino.