Hace ya tiempo advertía el presidente Duque, malabarista de las frases hechas y los lugares comunes: “No nos digamos mentiras: en muchas regiones, el narcotráfico quiere poner alcaldes, gobernadores, concejales y diputados”. Y hasta presidentes, habría que añadir: casos se han visto. Uribe Vélez no fue el primero. La intervención del narcotráfico y de su acompañante el paramilitarismo en las campañas presidenciales data exactamente de cuando el narcotráfico empezó a tener peso específico en la economía colombiana, en los años setenta del siglo pasado. Para borrar sospechas sobre parientes suyos, el candidato Julio César Turbay tuvo que solicitarle al embajador de los Estados Unidos de la época, Diego Asencio, un certificado de buena conducta en materia de drogas. Y no fue Ernesto Samper el pionero en la recepción de dineros del narcotráfico para financiar su aspiración presidencial: lo habían precedido las campañas rivales de Betancur y López.

Para no hablar, claro está, del Congreso. Fue también Uribe Vélez, el “presidente eterno” del presidente Iván Duque, el que en los días de su mandato les pidió a sus parlamentarios que votaran las propuestas del gobierno “mientras no estuvieran presos”. Pero el único a quien no han metido preso todavía es el propio Uribe. Aunque ¿quién va a llevar a la cárcel a los políticos corruptos financiados por el narcotráfico? Porque a su vez los jueces, desde los promiscuos municipales hasta los magistrados de las altas cortes, han sido demostradamente susceptibles a las ofertas financieras. Ya ni siquiera la justicia está limpia en Colombia. Y esa es la fuente de la impunidad, que garantiza la corrupción generalizada del sistema. En un país donde los cargos de elección popular se compran y se venden a través de los costos astronómicos de las campañas electorales, es apenas natural que sea el narcotráfico quien pone más alcaldes, diputados, etcétera. Tal como, con tanta perspicacia, advierte Duque. No siempre fue así. En los tiempos tempranos de las mafias del narcotráfico, que han sido las más grandes corruptoras del país por intermedio de sus dirigentes políticos, los jueces fueron los primeros en ponerles el pecho, y sus primeras víctimas. Era la época del “plata o plomo”, y bastantes fueron los que cayeron bajo el plomo. Pero ahora las cosas se hacen de manera mucho más discreta: por el lado de la plata, mientras el plomo se reserva para víctimas más vulnerables: los modestos líderes sociales de las regiones cocaleras de producción o de tránsito. En el otro extremo, el flujo de la plata da para comprarlo todo. Algunos investigadores económicos calculan la contribución del narcotráfico al producto interno bruto del país (el PIB), en un 2 por ciento, equivalente a unos 20 billones de pesos. Y hay quienes la sitúan en más del doble: el 5 por ciento.

Nadie puede competir con eso. Ni los cafeteros, ni los petroleros, ni siquiera los mineros legales; aunque tal vez los ilegales sí: pero están demasiado dispersos, y no son perseguidos ni siquiera simbólicamente, como sí lo son los narcotraficantes. En un país donde los cargos de elección popular se compran y se venden a través de los costos astronómicos de las campañas electorales, es apenas natural que sea el narcotráfico quien pone más alcaldes, diputados, etcétera. Tal como, con tanta perspicacia, lo advirtió hace ya tiempo el presidente Iván Duque.