Se inicia un nuevo período legislativo y con él volverán las reformas, entre ellas la judicial, cuyo proyecto presentó el Gobierno a las altas cortes, el 13 de septiembre de 2010, con una extensa exposición de motivos (270 páginas). El escrito cita como sustento argumentativo, varias intervenciones del presidente Juan Manuel Santos, en distintos escenarios. Los argumentos de mayor fuerza dialéctica de las intervenciones del jefe de Estado dicen que, la reforma que pone a consideración de los altos dignatarios de la justicia no es una reforma improvisada, que es el fruto de meses, de años de trabajo de observación, de consultas, en la que se reúne la inteligencia de magistrados, ex magistrados, juristas, académicos y ong’s. La exposición de motivos agrega que, “el buen funcionamiento de la justicia es fundamental para la legitimidad y supervivencia del Estado […], para el desarrollo y la competitividad”. Un trozo de ciencia política semejante nos dejó Hesíodo, hace 2.800 años, en el siguiente texto: “Si hay sentencias rectas y por nada de lo justo se apartan, florece la ciudad y los pueblos florecen, hay lana en los rebaños y miel en los panales […]. Cuando hay sentencias torcidas, a un tiempo llegan el hambre y la peste; y perecen los hombres, y las mujeres dejan de parir, y las casas se caen, y la ciudad se destruye”. Además de los múltiples aspectos descriptivos, tres conceptos sobresalen en la exposición de motivos: legitimidad del Estado; supervivencia del mismo; y desarrollo de la sociedad. Desgraciadamente, hay que decirlo, sin ambages: en el pasado reciente Colombia llegó al más alto grado de ilegitimidad del Estado, porque en concepto de la propia Fiscalía General de la Nación, algunos de los más altos dignatarios de la burocracia oficial se concertaron para delinquir, razón por la cual hoy se hallan privados de la libertad o huyendo de la justicia. Esto obligaría a la realización de una gran reforma judicial, de consenso entre los más diversos componentes de la sociedad, máxime si se tiene en cuenta que el acto legislativo No. 02 de 2004, que estableció la reelección inmediata del entonces presidente Uribe, rompió el equilibrio de pesos y contrapesos. Pero la reforma, carece de trascendencia. Pese a ese trabajo descomunal, de que nos da cuenta la exposición de motivos, conviene aceptar que esta reforma no es de gran profundidad, sino una reforma menor y adjetiva, con una sola excepción: la supresión del Consejo Superior de la Judicatura. Surtida la primera vuelta, el proyecto no mejoró como era de esperarse, sino todo lo contrario, empeoró por la decadencia universal –de la que algo nos toca– del bien público. De la pérdida de este valor universal, se derivan dos consecuencias que se reflejaron, sin ningún pudor, en las diferentes reuniones que celebraron las partes, y, de las que los ciudadanos del común se enteraron. La primera consecuencia, es el desconocimiento, a sabiendas o no, de lo que debe ser la estructura del Estado y la función de sus grandes magistraturas –legislativa, ejecutiva, judicial, disciplinaria–. La segunda consecuencia, es la lucha a muerte que cada uno de los organismos implicados en la reforma libró, libra y librará para acrecentar su poder, con criterio de interés particular: el fuero militar, es apenas uno de esos intereses. El trasfondo de esa lucha mezquina de intereses, tras el poder que otorga el aparato judicial del Estado en la actual coyuntura, es impedir que se conozca la verdad en relación con los grandes crímenes cometidos durante las dos últimas décadas. Así las cosas, lo mejor que podría suceder es que la reforma se hundiera, y que el Gobierno integrara una comisión, que con criterio de bien público, aterrizara la reforma judicial de la que el país está urgido.