Como suele suceder con las políticas públicas de la extrema izquierda —que se proclaman en defensa de los más vulnerables y del acceso y la ampliación de derechos, pero terminan generando el efecto contrario—, la reforma laboral aprobada en la Cámara de Representantes es un golpe mortal a la dignificación del trabajo en Colombia.

El articulo 25 de la Constitución nacional dice: “Toda persona tiene derecho a un trabajo en condiciones dignas y justas”, lo que en términos prácticos equivaldría a tener un empleo formal, ya que en este tipo de empleo las condiciones laborales están regladas por ley, y la remuneración no puede ser inferior al salario mínimo legal. Sin embargo, el cumplimento de ese derecho depende de que haya las condiciones para que empresas de todos los tamaños generen esos empleos.

Veamos las cifras: la informalidad en Colombia es del 55,5 %, lo que equivale a 12,8 millones de personas que trabajan probablemente por un salario menor al mínimo y en unas condiciones laborales seguramente indignas y sin ninguna posibilidad de amparo legal. Claramente es necesario mejorar las condiciones para que las empresas creen más empleo formal, y esto se llama crecimiento económico, pero desafortunadamente la reforma laboral lo que hace es deteriorar las condiciones de generación de empleo. Al final, como siempre, es la economía, y no un papel escrito con buenas intenciones (aunque a menudo con intenciones politiqueras), lo que garantiza el acceso efectivo a los derechos en una sociedad.

Viendo esta cifra aterradora de informalidad laboral, y las condiciones en que viven esas 12,8 millones de personas y sus familias, los 10,2 millones de trabajadores formales en Colombia lucen como una minoría privilegiada, y lo son. Dicho lo anterior, lo que le corresponde a un Gobierno y a un Congreso en una democracia funcional es trabajar y legislar en favor de los más vulnerables, o sea, diseñar una reforma laboral que aumente el empleo formal en beneficio de los informales, quienes además carecen de cualquier tipo de organización que les dé representatividad política o laboral, como sería un sindicato. Pero no, la reforma laboral aprobada en la Cámara de Representantes legisló en contra de ellos, porque los hunde más en su desgracia al hacer imposible superar su condición y volverse formales, ya que no solo la reforma afecta la creación de nuevos empleos formales al subir los costos de crear estos empleos, sino que destruye alrededor de 500 mil existentes, de acuerdo con cifras del Banco de la Republica.

La jornada nocturna, por ejemplo, que se amplía en dos horas, quedando a partir de las 7 de la noche, es mortal, especialmente para pequeñas y medianas empresas que generan empleo formal en horas nocturnas, como son las del sector de restaurantes, entretenimiento y hostelería. Estas empresas no podrían asumir esos costos laborales adicionales, máxime teniendo en cuenta que sus ventas han caído en un 28 % versus el año anterior. Con esta medida, queda Colombia como uno de los países con mayor jornada nocturna de la región, y si se compara con un país desarrollado y celoso de la garantía de derechos de sus ciudadanos —como España—, vemos que allá la jornada nocturna empieza a las 10 de la noche. Y así la reforma está plagada de incrementos en costos a la generación de empleo formal, como el incremento del 25 % de costos de dominicales y festivos o la nueva remuneración para aprendices del Sena.

Esto es un buen ejemplo de lo que los nuevos premios nobel de Economía, Robinson y Acemoğlu, denominan “instituciones extractivas y excluyentes”, ya que esta ley cumple con varias de las condiciones que las caracterizan, según ellos: la ley esta diseñada para el beneficio de unos pocos en contra de la mayoría, profundiza la desigualdad y resulta en la concentración de poder político de una élite que ha recibido prebendas por votarla a favor.