El 29 de agosto fue un día triste para el país. Amanecimos con el anuncio de 20 exguerrilleros de las Farc que volvían a la guerra. Los encabezaba alias Iván Márquez, el principal negociador de la guerrilla en La Habana. Quedaba la sensación de que habíamos regresado al pasado. Era importante –urgente– que el Estado respondiera con un acto de fuerza. Aparentemente, se le presentó una oportunidad. Había un reducto de disidencias en Caquetá liderado por alias Gildardo Cucho. Se le podría golpear y así las noticias dejarían de hablar del rearme de las Farc. Al día siguiente, el presidente Iván Duque informó del operativo: “Anoche autoricé al Comando Conjunto de Operaciones Especiales adelantar una operación ofensiva contra esta cuadrilla de delincuentes narcoterroristas, que son residuales de lo que se conocía como las Farc (...) Gracias a una labor estratégica, meticulosa e impecable, y con todo el rigor, cayó Gildardo Cucho, cabecilla de esa organización”. El comandante del Ejército habló de 14 disidentes muertos y lo destacó como una nueva victoria de las Fuerzas Armadas. Hoy enfrentamos una realidad muy diferente. Resulta que ocho eran menores, más de la mitad. El Ministerio de Defensa dice que no sabía y hasta ahora se llega a enterar de la condición de las víctimas. Suena raro porque desde hace meses en Caquetá circulaban rumores de reclutamiento de menores.
Puede suceder un error humano, como ocurrió con el bombardeo. Pero lo que es evidente es que primó más el afán del éxito que la planeación. Con la decisión de reducir a 50 por ciento (antes a 80) el grado de certeza, este lamentable hecho es un ejemplo del riesgo de manejar probabilidades. Llama la atención la reacción de los militares y del partido Centro Democrático. Después del debate de moción de censura el martes pasado, había certeza sobre cómo actuar. Las Fuerzas Militares no lo dudaron: citaron una rueda de prensa donde defendieron al ministro. Igual ocurrió con los uribistas. Rafael Nieto, precandidato del Centro Democrático, explicó en unos trinos la legalidad de la operación. Pero causó sorpresa la renuncia de Guillermo Botero, un uribista purasangre. No fue decisión fácil. Es obvio que el Gobierno no quería entregar la cabeza de Botero, pero las cuentas eran claras: estaban los votos para tumbarlo. Botero fue el sacrificado, pero no debe ser el único. Quince meses de la seguridad democrática 2.0 dejan más sombras que claros en el panorama. Hubo un intento de utilizar métodos caducos y fracasaron. La Colombia de 2019 necesita unas Fuerzas Armadas pensadas para el futuro, libres y sin pecados. Volver a los “falsos positivos” es un error. El elogio a Botero fue demasiado. Actuar como si nada, como si Botero se fue porque sí, es un síntoma peligroso de desinterés. El caso de Dimar Torres –el desmovilizado exguerrillero que fue asesinado– es un ejemplo, como explicó SEMANA. No ayuda que el presidente trate de minimizar el hecho; queremos acciones, no inacción. La filosofía de que el enemigo de mi enemigo es mi amigo no funciona. Mantener a la cúpula es arriesgarse a un nuevo fracaso. Nada de lo que hagan los favorece, entre otras cosas porque en adelante todas sus actividades estarán sobrevigiladas al 500 por ciento. Hay que cambiar el chip de los militares y, particularmente, de sus jefes civiles. El que sustituya a Botero en el Ministerio de Defensa no puede ser de paso. Ya se perdieron meses y no es el momento de aprendices. Curiosamente, ha sido en materia de seguridad donde el Gobierno ha perdido la reputación; seguir en las mismas sería el acabose.
Nadie duda de que hay riesgos de seguridad, pero estos son micro, no macro. Se sabe claramente de regiones específicas azotadas por el conflicto generado por la droga y la minería ilegal. Se necesita más Policía que Ejército. Más detenciones que muertos. El problema es que parecería que Duque no ve un dilema. El elogio al exministro Botero fue demasiado. Actuar como si no hubiera nada, como si Botero se fue porque sí, es un síntoma peligroso de desinterés. Y 10 días después de las elecciones regionales, aún más. Preocupa la desatención de Duque, como si no fuera con él. La investigación del bombardeo le tocará: ¿cuándo le contaron que había menores? ¿Qué hizo para evitar otra masacre? ¿Se implementarán las reformas a los procedimientos? También debe responder por las dificultades. Pero por el momento no hay indicio alguno de que piense cambiar de camino. Es el peor de los mundos: un presidente indiferente a la coyuntura política. La coyuntura es fundamental para entender a Colombia. No es posible gobernar sin ella, como parece ser la intención del mandatario. El 21 de noviembre habrá un paro nacional y el homenaje al exministro le metió oxígeno al descontento. Hay que medir con cabeza fría la crisis y no buscar una salida fácil. La presidencia de Iván Duque depende de cómo actúe en las próximas semanas. Es así de crítico.