En las últimas semanas, varios medios han promovido una campaña para visibilizar la violencia sexual ejercida por militares contra niñas indígenas. Por la forma en la que se ha presentado la información uno podría pensar que es bastante obvio que lo que ha ocurrido está mal y que procede una investigación de los hechos. Esa indignación pública a la que han hecho eco los medios, sin embargo, no necesariamente está informada del largo camino que hemos recorrido para ubicar este tema en la agenda de los gobiernos y reclamar, además de la responsabilidad individual, responsabilidad colectiva, ya sea del grupo armado, o del Estado. Quiero usar este espacio para iluminar los argumentos que hoy en día llevan a reclamar la responsabilidad del Estado además de la individual. Lo hago con el apoyo de varias organizaciones que creen en esta causa: Red Nacional de Mujeres, Ruta Pacífica de Mujeres, Programa Mujeres del Consejo Regional Indígena del Cauca- Cric, Consejería de Derechos Humanos de la Onic y Entramadas. Me animaron a escribir, leyeron y aseguraron las palabras para que fueran leídas con el sentido constructivo en el que fueron pensadas. Los errores y opiniones son míos, así la intención vaya colectiva. Pues bien, los relatos que tenemos sobre las guerras incluyen con frecuencia recuentos de violaciones masivas de las mujeres de los derrotados. Estas violaciones son interpretadas por los historiadores, casi siempre hombres, o bien como parte de la remuneración que los vencedores les deben a sus propios soldados, o bien como parte de la estrategia de sometimiento del enemigo por la vía de arrebatarle su honor o, como han dicho algunos más recientemente, de robarle su pureza étnica. Las tres interpretaciones parten de ideas con las que no nos sentimos familiarizados los que no hemos participado en este tipo de grupos jerarquizados y consideramos como propias de tiempos pasados. La primera es que las mujeres podamos ser un “premio” o “botín”. Aunque esto sugiere que somos valiosas, también supone que pueden “entregarnos” o “tomarnos” sin que intervenga nuestra propia opinión sobre con quién y cuándo queremos tener una relación sexual. A esta idea la acompaña la de que los hombres sienten placer sexual relacionándose con objetos, no menos exótica desde mi punto de vista. La segunda idea es que el honor de los hombres dependa de su capacidad para cuidar a las mujeres, como si las mujeres no pudieran cuidar de sí mismas o contribuir a defender a los hombres. Aquí, de nuevo, las mujeres resultan ser no solamente unos humanos diferentes sino disminuidos en su ciudadanía y su autonomía. La tercera idea, de la pureza étnica, se asocia a la del control reproductivo de los hombres sobre los cuerpos de las mujeres y el supuesto de que solo la intervención armada de un extraño puede poner en cuestión el dominio que los hombres de una comunidad disfrutan sobre la capacidad reproductiva de las mujeres. Como si las mujeres no fueran las que decidieran cómo y cuando reproducirse. Las luchas políticas de las mujeres por reclamar su ciudadanía plena y, con ello, su capacidad de tomar decisiones no sólo frente a los enemigos sino frente a su círculo más cercano e íntimo, han logrado posicionar fuertes rechazos frente a estas interpretaciones en la época contemporánea. Los ejércitos modernos han buscado centrar su legitimidad en el respeto de la población civil y la disciplina de sus fuerzas. Se supone que ya no vamos a la guerra para robar, ni para humillar ni para destruir los pueblos. Por eso los ejércitos pueden mantenerse con los impuestos que pagamos todos los ciudadanos; porque respetan los derechos humanos y obran en su defensa. Incluidos los derechos humanos de las mujeres. La consecuencia de esta reconceptualización de los ejércitos es que pasamos a pensar que las violaciones cometidas por los militares deberían interpretarse como hechos aislados, una violencia oportunista más que táctica en los términos de la profesora Elizabeth Wood, y no relacionados con el servicio. Dicho en términos sencillos, pasamos a entender que cuando un militar o un grupo de militares viola -accede carnalmente- a una persona, lo hace por las mismas razones y con las mismas motivaciones que una persona que no tiene el entrenamiento ni las funciones que tienen quienes hacen parte de las fuerzas armadas. Jurídicamente esto tuvo tres consecuencias. La primera es que el delito no queda cobijado por el fuero militar; es decir, se considera un delito común y se somete a la jurisdicción ordinaria. Este es un avance importante y está orientado a la garantía de los derechos de las víctimas. Los recientes hechos sobre violencia sexual por parte de militares muestran que en Colombia no hay dudas sobre la responsabilidad individual frente al delito. La segunda consecuencia, sin embargo, es que al calificar el delito no se tiene en cuenta que los militares tienen obligaciones especiales de cuidado frente a la población civil dado su entrenamiento y el acceso que tienen a usar armas. La tercera consecuencia de esta interpretación es que el Estado aparece como desvinculado de las actuaciones de quienes hacen parte de sus fuerzas armadas, particularmente de aquellas que resultan ser de la órbita de lo privado, como usualmente se califica la violencia sexual. Es frente a esta mirada moderna de la violencia sexual como responsabilidad individual y como hecho privado que las feministas han trabajado para que se entienda que, si bien es importante que los ejércitos no asuman la violencia sexual como parte de sus repertorios, si se hagan cargo de los sesgos de género que se reproducen informalmente y que terminan produciendo, en la realidad, prácticas que les arrebatan la dignidad a las mujeres. En particular, las feministas han mostrado que, aunque no haya directrices o autorizaciones generales para violar mujeres, los Estados contemporáneos, de manera general, han omitido tomar acciones para eliminar sesgos y estereotipos en sus fuerzas armadas y han sido lentos e ineficaces en investigar y castigar la violencia de las fuerzas armadas contra las mujeres. Esas omisiones son de tal magnitud que, como decimos los abogados, lo que podía ser entendido como “culposo” se volvió intencional. Mejor dicho, el Estado responde no porque ordene actuar como lo hace sino por “hacerse el loco”. En el caso colombiano, el silencio del Estado por las violaciones de mujeres ocurridas en los contextos de conflicto armado es avasallador. Hay evidencia clara de que las fuerzas armadas han usado la violencia para disciplinar a las mujeres, que las mujeres han sido botín de guerra para los actores armados y que las capacidades reproductivas de las mujeres han sido expropiadas para servir fines colectivos de unos y otros. El silencio por las violaciones de niñas indígenas por parte de las fuerzas militares es aún más grave. Los casos están documentados por las organizaciones hace más de quince años. En muchos casos no existe siquiera una imputación de cargos por parte de los fiscales a cargo. La medida sencilla de capacitar a los miembros de las fuerzas armadas en “perspectiva de género” no es una que pueda decirse que se ha cumplido. Por eso, más allá de la indignación que nos puedan causar los casos individuales y de las exigencias que hagamos sobre sancionar a las personas involucradas, debemos reflexionar sobre la manera en la que el ejército que tenemos responde a nuestros ideales democráticos y nos demuestra que trabaja para hacer realidad los derechos humanos. La directiva permanente adoptada por el Comando General de las Fuerzas Militares y el Ministerio de Defensa el 22 de julio del año en curso es un excelente comienzo (Radicado N° 0120000007405 /MDN-COGFM-JEMCO-SEMJI-DID1H-23.1). Esperemos que las acciones propuestas encuentren los recursos y los tiempos para materializarse.