Colombia pasó de invertir cerca del 2 % del producto interno bruto (PIB) en 1990 al 8 % en los últimos 30 años. Esto permitió abrir la puerta de las clínicas y hospitales a millones de colombianos que, de otra manera, habrían seguramente fallecido antes de tiempo producto de la falta de acceso a servicios de salud, procedimientos quirúrgicos y tecnologías que nos han concedido extender la vida con calidad.
Somos uno de los mayores ejemplos en Latinoamérica, si no el mayor, de crecimiento en el acceso a los servicios de salud con protección a las finanzas de las familias. El gasto de bolsillo de los colombianos sigue tozudamente bajando y en la última medición que publicó la Cepal —esta semana—, para 2021 ya estaba rondando el 13,6 %, el más bajo registrado hasta ahora por el país. Sí, esto ocurrió en plena pandemia, cuando miles de colombianos tuvieron que recurrir a los servicios de salud durante la peor crisis de salud pública en cien años.
Para la mayoría de los gobiernos de Latinoamérica, la salud es un gasto. Se presupuesta en duras negociaciones con ministros de Hacienda, quienes quieren contener el llamado gasto social. Es una visión equivocada, especialmente, si se mira en el mediano plazo: los países que más invierten en salud logran no solo mejorar la expectativa de vida de la gente, sino la expectativa de vida con mayor calidad. Esto tiene un significado poderoso porque vivimos más, la longevidad crece, pero es necesario que esa extensión de vida sea útil y nos permita vivir dignamente.
Algunas naciones de la región han tomado la senda de aceptar el crecimiento de los recursos que dedican a la salud. Resaltan Colombia, Uruguay, Argentina y Costa Rica. Si se mide su perfil de morbilidad, es decir, de qué se enferma la gente, es muy notable observar cómo se redujeron todas las causas maternoinfantiles, nutricionales, las infecciones respiratorias y las disentirías. Por el contrario, otros países de la región han quedado rezagados y la evolución de su perfil de enfermedad aún mantiene una alta proporción por esas causas prevenibles o tratables por los sistemas de salud.
En nuestro país, esa pequeña revolución ha sido posible por dos razones: 1. La reforma de nuestro sistema de salud que universalizó el aseguramiento y 2. El empoderamiento de la población a través de la concepción del derecho a la salud y la posibilidad de usar la tutela como mecanismo para forzar al sistema a responder a los ciudadanos en sus necesidades de salud. La tutela refleja los déficits del sistema, pero también los grandes avances que este hace para cumplirles a los ciudadanos.
Sin embargo, en la mayor parte del continente no existe este instrumento judicial o tiene un desarrollo incipiente porque no permite su uso de parte de los pacientes. ¿Qué pasa en esos países? Simplemente el Estado, a través de los sistemas de salud, ofrece lo que quiera dar y los pacientes tienen que someterse a larguísimas listas de espera, hasta que las instituciones puedan y quieran responder. En Colombia, la tutela permitió una pequeña revolución, con grandes resultados en el acceso a servicios de salud.
También esa revolución fue posible por la activa participación privada en el aseguramiento, en la prestación de servicios, los servicios logísticos y de provisión de insumos. Sin la expansión que permitió la participación privada, no hubiese sido posible el acceso y la reducción del gasto en salud de los hogares colombianos. ¿Por qué? Simplemente la red de servicios públicos del Estado no tendría la capacidad suficiente para atender la demanda de la población. Eso sucedió antes de 1993, y actualmente ocurre en varios países latinoamericanos, donde los pacientes se ven obligados a recurrir a consultorios de droguerías de barrio para lograr servicios baratos y, por supuesto, de muy baja calidad.
Es evidente que la salud es una inversión en la gente: una población saludable puede estudiar y progresar, ser productiva, puede enseñar a los hijos y nietos las lecciones logradas a través de la vida. Esa pequeña revolución está en peligro en nuestro país por la visión miope e ideologizada de un gobierno que detesta el aseguramiento, la participación privada y la autonomía de los ciudadanos para decidir dónde y qué entidad quiere que le preste servicios. Solamente la solidaridad y la apropiación del pueblo sobre su destino hará posible que este daño sea detenido. Es un esfuerzo que se debe hacer para esta y las siguientes generaciones.