Si no hubiera sido condenado por el tema de Agro Ingreso Seguro, quizás hoy Andrés Felipe estaría enfrentando acusaciones por sobornos de Odebrecht durante su campaña presidencial. No se nos olvide que Marcelo Odebrecht llegó al país durante el gobierno de Uribe. Y ahí está Gabriel García Morales, viceministro de Transporte de Uribe, pagando su condena.  La primera vez que ganó Santos, que hoy también enfrenta acusaciones de soborno, Arias era el candidato del uribismo. Si no se le hubiera atravesado Noemí, Andrés Felipe quizás entonces hubiera hecho lo mismo que hizo con AIS: ceder, con tal de continuar. Y entonces quizá no sería Prieto hoy el condenado, sino el que hubiera sido gerente de su campaña. La única forma de que Arias no cayera, en un caso o en el otro, era saliéndose del engranaje; saliéndose de “El Mecanismo”, como lo llama la serie de Netflix. Pero con esas ansías de poder… El problema de los dineros calientes en las campañas políticas va más allá de unos simples nombres porque, para muchos en este país, la corrupción es una costumbre, está adherida a la piel. Por eso hasta maneja su propio lenguaje. Se habla, por ejemplo, de “comisión” cuando lo que hay es un soborno. Se habla de lobby como algo normal, cuando es un soborno.  Psicológicamente esto genera un efecto secundario: los corruptos se convencen a sí mismos de esas palabras. Le dicen a su consciencia: “No estoy robando al Estado, ni tampoco hago parte del engranaje de la mafia de la corrupción”. Esta se da de muchas formas: intermediando pagos entre los “grupos de interés”, otro eufemismo, y los políticos; o entre estos y las empresas; o haciendo campaña a favor de una “causa” o de una persona: un candidato a equis cargo, por ejemplo; o pagando “estudios” a científicos o universidades que confirmen lo que un político necesita que se diga.  Unas veces media una coima; otras, un favor del que se deriva un beneficio. A veces el corrupto no recibe dinero, pero sí otras gabelas. ¿Votos? ¿Un ascenso? ¿El sostén para una campaña política? A veces el que hace la trampa es uno pero el que gana es el jefe, un jefe que lo defenderá hasta que políticamente a él mismo ya no le sirva.  Sin relativizar el mal, un amigo compara la corrupción con la infidelidad: “La mayoría de la gente lo ha hecho, pero cada cual justifica la suya y ataca la del otro”. Y sigue: “En la cultura machista incluso hay quienes hacen alarde, como también se hace entre políticos”. En uno u otro caso esa habilidad genera respeto. Se respeta al que hace más y mejor lo que uno también hace o quiere hacer. Cultura mafiosa, le llaman. Dice también este amigo: “Esta es una sociedad superhonesta en público y corrupta en privado. Tener fama de bueno es más importante que serlo”. Ni siquiera hay sanción social para el corrupto. No puede haber sanción social -y suena duro al decirlo- en una sociedad en su mayoría corrupta. La que ejercen unos pocos pasa por irrelevante. Para que tenga efecto debe provenir del conjunto de la sociedad, o al menos de la mayoría.  En Colombia, sanción social es un oxímoron. A veces se da. Se sanciona la del otro, pero solo porque no es la propia. @sanchezbaute