Hace 90 años, el primero de septiembre de 1932, civiles peruanos armados se tomaron Leticia y detuvieron al alcalde y al intendente del Amazonas. Estaban al servicio de un peruano de Iquitos llamado Enrique Vigil, dueño en Leticia de la hacienda La Victoria, productora de azúcar. Leticia había pasado en 1930 a ser territorio colombiano en virtud del Tratado Lozano-Salomón, que fijó los límites entre los dos países.
Vigil quedó así obligado a pagar derechos de aduanapara exportar el azúcar a Iquitos, que era su único mercado. “Mi hacienda, hasta ayer loretana, sucumbe de asfixia sin mercado para sus diferentes productos”, escribió. La quiebra de una hacienda fue el motivo próximo de la invasión, pero en realidad todos los habitantes del departamento de Loreto fueron padres putativos de la ocupación. Nunca aceptaron que se cediera el trapecio a Colombia. Peruanos fueron los fundadores de Leticia, que la llamaron así por una beldad de Iquitos, Leticia Smith Buitrón. El 3 de septiembre llegaron las tropas peruanas a Leticia. El teniente coronel Luis Miguel Sánchez Cerro, presidente del Perú, era adicto a los disparates y a la disciplina del látigo. El poeta José Santos Chocano lo llamó “monigote inmortal”. Sánchez Cerro convirtió una disputa aduanera en una invasión a Colombia.
El periodista bumangués Guillermo Forero Franco (padre del periodista deportivo Mike Forero Nougués) había sido gerente de un diario en Lima y definía a Sánchez Cerro como “mero ente de instintos”. Sánchez Cerro pronunció esta frase en un discurso ante sus tropas: “Yo, como miembro viril del ejército peruano…”. Colombia tenía un presidente portentoso, Enrique Olaya Herrera, nacido en Guateque (Boyacá). Lo llamaban el mono Olaya y el indio blanco. Era tan alto que lo llamaban también 6 y 5 porque ladeaba la cabeza para poder escuchar a sus contertulios, todos más bajitos que él. Si alguien podía sortear tres crisis a la vez ese era Olaya: la Gran Depresión, el fin de 45 años de hegemonía conservadora y una invasión al territorio nacional. El fervor patriótico que despertó la toma de Leticia permitió suscribir en cuestión de días un empréstito de 10 millones de pesos. Por las calles de Bogotá las marchas peroraban: “Sánchez Cerro morirá y Colombia vencerá”. Miles de telegramas y cartas recibieron los periódicos y el Gobierno.
Los indígenas de un resguardo de Quinchía (hoy Risaralda) le escribieron a Olaya, textualmente: “Su excelencia en el capitolio o en el palacio de la carrera, tomando medidas de hir abante diacuerdo con todos sus ministros y nosotros en las selvas de Caquetá brindandole los proyectiles a los peruanos”. Con el dinero del empréstito, el embajador en Francia, el general Alfredo Vázquez Cobo, compró una flotilla de viejos barcos de guerra. En diciembre ya subían por el Amazonas, un anuncio que alborozó a los colombianos. Olaya fue también un gran estratega militar, pues le dio la orden a Vázquez Cobo, que quería atacar a los peruanos frente a Leticia, de remontar el Putumayo. En Leticia solo una ribera del Amazonas era colombiana, y estaba en manos de los peruanos, la otra era del Brasil, cuya neutralidad Olaya no quería comprometer.
En Tarapacá, sobre el río Putumayo, ambas riberas pertenecían a Colombia. Los peruanos salieron despavoridos cuando vieron llegar el minador Córdoba, el cañonero Barranquilla y el guardacostas Nariño y comprobaron además cómo los aviones de la Scadta habían sido convertidos en aparatos militares por el capitán Herbert Boy y otros aviadores colombo-alemanes. Boy había sido piloto militar alemán en la Primera Guerra Mundial y en cuestión de pocos meses creó una fuerza aérea que no existía. Cuando Sánchez Cerro fue asesinado ocho meses después de la toma de Leticia, su sucesor, el general Óscar R. Benavides, invitó a Lima a quien sería el sucesor de Olaya, Alfonso López Pumarejo, que viajó con su hijo de 20 años, Alfonso López Michelsen.
Colombia recuperó Leticia y el trapecio después de una paz que se firmó en Río de Janeiro. Por eso existe en Boyacá un municipio que se llama Paz de Río para conmemorar ese acuerdo que le dio la razón a Colombia. El mono Olaya estaba destinado a ser, por aclamación, presidente por segunda vez en las elecciones de 1938. En muchas casas campesinas su fotografía estaba entronizada al lado de la imagen del Sagrado Corazón. Pero en 1937 murió en Roma de 56 años en la clínica Quisisana (aquí se sana). Era embajador ante la Santa Sede. Silvio Villegas escribió sobre Olaya: “Electrizó a varias generaciones colombianas con la majestuosa presencia, la varonil arrogancia, la voz modulada y grave y la frase sonora y efectista. Tenía el arte de conmover, de suscitar grandiosas pasiones humanas”.