Es un compromiso rancio y nauseabundo. Representa una componenda compleja, muchas veces renovada, flexible en sus traiciones y acomodos, pero sujeta a una lógica poderosa y perdurable: cualquier acción o compromiso es válido para mantener el poder.

Álvaro Gómez denominó a este leviatán, siempre presente, renovado de ambiciones nuevas, basado en complicidades viejas y beneficios que se quieren perpetuos: el régimen. Expresión que, desde Tocqueville hasta su más sutil consagración en el Gatopardo de Lampedusa, sigue definiendo las estructuras de poder que se mantienen y perduran para asegurar un statu quo, defectuoso y perverso, pero que se acomoda a las perturbaciones externas o revolucionarias e incluso las impulsa para mantener a sus actores en posesión de sus privilegios y con la capacidad eficaz de usufructuar del Estado en todas sus expresiones.

Y allí está ese régimen presente en este nuevo gabinete de la revolución petrista.

Un Petro que se desprestigia a sí mismo con más éxito de lo que lo podría hacer la oposición toda reunida, que busca afanosamente distraer a la población de los efectos devastadores de sus incurias, omisiones, corruptelas y políticas. Un Petro que efectiva y abrumadoramente perdió las calles el pasado 21 de abril y que, en su reacción desconcertada, no se le ocurrió otra cosa que insultar malhadadamente a todos los marchantes y otros millones más que, sin marchar, sí sienten su descontento teñido de angustia. Un Petro que reveló el primero de mayo su talante marxista y su deseo concreto de imponer un régimen socialista para el escándalo del centro político que vivía la ilusión de su reconversión democrática. Un Petro que sufre las consecuencias de la desastrosa reforma tributaria que Ocampo legitimó, que ahogó la recuperación y mató la ilusión inversionista, reflejada en la caída de los recaudos, el aumento del endeudamiento y lo no visto en décadas: una crisis dramática de tesorería.

A ese Petro arrinconado, al cual sus cortinas de humo constantes ya no cubren como lo desean sus siniestros asesores de comunicaciones, le cayó el esperado y lógico resultado de sus políticas inmorales de paz. Empoderados por más de 320.000 hectáreas de cultivos ilícitos, bandidos y guerrilleros expanden su poder criminal en todos los departamentos, generando una arremetida propia de los oscuros noventas. En lo urbano, los alcaldes desesperan para tratar de frenar los avances del crimen organizado y de los oportunistas del despelote reinante en la fuerza pública.

Y ahí, con la lengua afuera y el agua al cuello, como siempre, el régimen le tendió una mano al Gobierno. No gratis, claro. La aprobación de la reforma pensional, más allá de la retórica petrista de cubrir de subsidios a los adultos mayores con los ahorros del resto de la población se centró, hoy lo sabemos, en desenhuesar a los dos mayores grupos económicos del país, que controlan el sector financiero, de un negocio maduro del cual se han lucrado por treinta años y que, llegada la hora de las redenciones y reconocimientos ya no parece tan atractivo, mediante el irracional e inviable traslado de 14 millones de colombianos del régimen de ahorro individual al régimen de prima media para apropiarse el Estado de los flujos de caja del sistema pensional para financiar su delirio populista en el corto plazo y multiplicar la bomba pensional presente por diez veces en el acto de irresponsabilidad fiscal más grande de la historia.

El artífice de este salvamento recíproco, lo sabemos hoy a ciencia cierta, fue el señor Cristo, hoy ministro del Interior. ¿Coincidencia? No.

Los beneficios parecen tan claros que nos permiten definir una tripleta como las que proponía Julio Sánchez en su famoso programa de Concéntrese.

Por una parte, los conglomerados le aflojan la presión mediática a Petro complementando su esfuerzo tradicional de cortinas de humo, volteando la mirada de la opinión pública hacia la trivialidad, con insistentes llamados al optimismo económico y frenando, hasta donde sea posible, los costosos reportes sobre los multiplicados hechos de violencia y, cuando no se pueda, matizando su cobertura con una sepsis de alquiler ante la pérdida de vidas en nuestra fuerza pública y los traumas severos de todos nuestros conciudadanos abandonados en las fauces del crimen y el terrorismo.

La segunda clave de la tripleta es, sin lugar a dudas, el fortalecimiento de la agenda de Juan Manuel Santos, el expresidente que enfáticamente aclara que el santismo no existe: solo existe lo que a Santos sirve. Y a Santos le sirve ponerse de acuerdo en quién sucederá a Petro y el gallo que los pone de acuerdo es el canciller Murillo. El objetivo de este consenso, sumado a los embajadores santistas (Roy en Londres, Prada en París y Rivera en Brasil) es aupar a Murillo en la búsqueda de la elección, como secretario de la ONU, de Santos en 2027.

La tercera y última clave de la tripleta es la agenda de los grupos económicos. Esta agenda no es la del bien común. En ella la violencia desbordada, el desempleo, la carestía o la corrupción no son relevantes. Los grupos de siempre le han hecho entender a Petro que tiene mucho más que ganar cuidando sus intereses y rentas atadas que hostigándolos. Los grupos se preocupan por una tributaria que les baje las tasas de renta empresarial y desplace la carga fiscal a una clase media huérfana de lobby y de especialistas tributarios. Profesionales independientes, empresarios medianos y pequeños, comerciantes, agricultores y ganaderos entrarán a financiar el despropósito fiscal mientras los operadores del régimen se congratulan y nos convencen de que esa amarga medicina es lo mejor para nosotros.