Yo tiendo a creer más cierta la versión de las Farc que la de la familia de Álvaro Gómez Hurtado sobre su asesinato hace 25 años. Esta se empeña, por terquedad y por odio, y según dicen otros que también por dinero, en que el asesino tenga que ser judicialmente su odiado Ernesto Samper, entonces presidente de la república. Un crimen de Estado, por el que el Estado, y no solo Samper, deben pagar. Aunque no haya ninguna evidencia, y ni siquiera ningún motivo: porque a diferencia de lo que creen los Gómez, los editoriales de Álvaro Gómez en El Siglo no le hacían a Samper ni el menor rasguño. Escribía contra “el régimen”, y desde hacía 40 años “el régimen” era él: jefe de partido, nombrador de ministros en todos los Gobiernos, embajador de todos los Gobiernos en todas partes. El régimen eran él y los suyos. Pero en los años noventa Álvaro Gómez ya no era tan influyente como sus parientes todavía piensan, por el cariño que le tienen.
Pero la verdad es que sigue siendo influyente a los 25 años de su muerte, como lo demuestra el alboroto actual y, antes, el hecho de que su asesinato haya sido declarado “un crimen de lesa humanidad”. Como, pongamos por caso, el Holocausto por los nazis de 7 millones judíos, gitanos y otras “razas inferiores”, como las llamaban ellos. ¿Por qué va a ser un crimen de lesa humanidad el asesinato de una sola persona, por querida que haya sido por su familia, y no el de 200.000 o 300.000, como los derivados del conflicto armado que se desató en Colombia como consecuencia de los discursos incendiarios de esa misma persona? Así lo explica, a continuación, el comandante guerrillero que ordenó el crimen.
Pues los jefes de las Farc, por su parte, confiesan ahora que fueron ellos los asesinos. Muestran pruebas (las cartas de la época de su jefe Manuel Marulanda), y explican que tenían motivos: fue Gómez en 1964, dueño entonces de la mitad del Partido Conservador, quien desde el Senado incitó al gobierno conservador frentenacionalista de Guillermo León Valencia a bombardear la que él llamaba la “república independiente” del pueblito de Marquetalia, de cuyo bombardeo nació la guerrilla de las Farc. Lo hemos repetido muchos observadores. Lo dijo su propio fundador, Marulanda. Lo acaba de decir una vez más Carlos Antonio Lozada, el exguerrillero y hoy senador del partido Farc, jefe del grupo de sicarios que asesinó a Álvaro Gómez: “Esa decisión (la de matarlo) estaba tomada desde la fundación de las Farc (...) por el discurso de Gómez Hurtado que fue el detonante que nos embarcó a todos en una guerra de 50 años”.
Y, también por odio a las Farc, la familia de Gómez y el uribismo y poslaureanismo y posturbayismo actuales se niegan a creerles lo que ellas digan, sea lo que sea. No les creían ayer cuando negaban sus crímenes, y tampoco les creen hoy cuando los reconocen. Pero si los exguerrilleros los reconocen, es justamente porque ese es el requisito indispensable para recibir los beneficios judiciales pactados en el acuerdo de paz con el Gobierno de Santos: decir la verdad.
Creo que las Farc están diciendo la verdad, y que los parientes de Gómez están simplemente opinando desde sus sentimientos familiares. Pero de manera perversa, que recuerda el argumento que daba hace 40 años un fiscal de tribunal militar, el coronel Ñungo, sobre ya no recuerdo cuál de los juicios de la justicia militar de esa época: “Más vale condenar a un inocente que absolver a un culpable”.
Por otra parte, es incomprensible, e inaceptable, que el presidente Iván Duque y sus subalternos se quieran inmiscuir en el asunto judicial ordenando que pase a la justicia ordinaria a través de la Fiscalía cuando precisamente el pacto del Gobierno de Juan Manuel Santos con las Farc se hizo para crear una JEP: una justicia especial para la paz. No tienen autoridad para hacerlo, ni tienen razón. La confesión de los jefes de las Farc es justamente lo que prometieron: decir la verdad. Están cumpliendo, pues, su parte del acuerdo. Quien no está cumpliendo la suya, pues se trata de un pacto de Estado y está obligado a hacerlo, es el Gobierno de Iván Duque. Y los argumentos que esgrimen tanto el presidente como su fiscal Francisco Barbosa para eludir esa obligación lo único que demuestran es que la Universidad Sergio Arboleda en la que los dos fueron compañeros de pupitre tiene una pésima Facultad de Derecho. No les enseñaron nada. ¿Álvaro Gómez?