“Al ver que unos cuantos gritos de amenaza no producían efecto, me sacaste de la cama, me llevaste a la terraza y allí me dejaste (…), en camisón, ante la puerta cerrada. No voy a decir que estuviese mal hecho; es posible que no hubiese realmente otra manera (…); pero lo que pretendo, al mencionar este hecho, es caracterizar tu sistema educativo y su efecto sobre mí. Sin duda después me mostré ya obediente, pero quedé interiormente dañado”. Con estas palabras, Franz Kafka en su célebre Carta al Padre, describe uno de los efectos más lesivos y prolongados del maltrato infantil. Los niños maltratados son muy fácilmente reconocidos por los profesores: son huraños, miedosos y, especialmente tristes. Saben que los rechazan en su propia casa y eso produce profundo dolor ¡se les ve en su mirada! Inicio esta columna con la cita de Kafka, ya que, la Carta al Padre, es una de las joyas universales de la literatura. Todos los padres y madres deberíamos leerla en algún momento de la vida y debería ser lectura obligada en caso que se sospeche autoritarismo o maltrato del padre o la madre hacia su hijo o hija. Según el último estudio adelantado en Colombia por la Universidad de la Sabana, el 52 % de los padres actuales maltrata a sus hijos. Lo hacen en su mayoría con palmadas, pero también es muy alto el porcentaje que recurre al rejo o al palo (47 %). La conclusión es clara: cerca de la mitad de los hogares en Colombia, maltratan a sus hijos. La cifra debería preocupar a la sociedad, porque un niño maltratado tenderá a tener dificultades emocionales, afectivas y sociales a mediano y largo plazo. Estudios realizados por la investigadora Yolanda Puyana, permiten pensar que, 30 años atrás, los niveles de castigo físico y golpizas eran todavía mayores, pues se producían en el 62 % de los hogares. En una sociedad tan enferma emocionalmente como la colombiana, es relativamente comprensible el maltrato. Lo que no debe generar la más mínima duda de la necesidad de rechazarlo como práctica que viola los derechos humanos, y que expone a la sociedad a complejos problemas de convivencia en el mediano plazo. En los barrios, los conflictos suelen resolverse a las patadas; lo mismo en los bares, en las canchas deportivas y en las calles. Nunca hay que olvidar que hemos convivido con la guerra, las mafias, los secuestros, las masacres, las desapariciones y el asesinato. Se nos endureció el corazón de ver tantas muertes: ¡ya hemos perdido la cuenta! Por eso, a algunos llega a parecerles casi natural, que asesinen los líderes sociales, que se generalice la corrupción o que un presidente del Congreso haga trampas para beneficiar a su partido y viole, en medio de marrullas, los derechos de la oposición. Al propio presidente de la república le pareció que la violación de los derechos de la oposición por parte del senado, era un problema menor y que no deberíamos preocuparnos por ello. Es cierto, en Colombia la ética ha sido un problema menor para la sociedad, las empresas, el gobierno y las familias. Tal vez por eso la reconciliación y el perdón, le están quedando grandes a un país que se acostumbró a resolver a bala, machete, y sin ética, los problemas que enfrenta a diario. Para leer: https://www.semana.com/Item/ArticleAsync/572359?nextId=572360 De tiempo atrás, los educadores sabemos que el autoconcepto es uno de los factores más asociados al éxito en la vida. Es relativamente común que lleguen más lejos, los niños que sienten más apoyo, seguridad y confianza de sus padres y profesores. Esto ha sido ampliamente estudiado en la psicopedagogía y se le ha denominado con el bello nombre de Efecto Pigmalión. La teoría concluye que, los niños no responden a sus capacidades, sino a las expectativas que de ellos tienen sus padres y maestros. Si el niño siente que sus padres y maestros tienen expectativas altas y realistas, llegará lejos, porque así se genera la seguridad necesaria para avanzar en la vida. Pero si el niño siente que sus padres y profes creen que no podrá llegar lejos, entonces, perderá la confianza y la seguridad, dos de los motores esenciales de la vida, que serán decisivos para vencer obstáculos y para convertir cada dificultad en una nueva oportunidad en la vida, en lo que se ha dado en llamar la resiliencia. Por el contrario, los niños maltratados tienen el autoconcepto por el suelo. Se sienten rechazados y, por eso, su confianza y seguridad son ínfimas. Son niños que viven con miedo, porque temen que, en cualquier momento, los van a golpear, sin saber cuándo, dónde, ni por qué. La arbitrariedad la han aprehendido conviviendo con sus padres: ¡Paradójicamente son maltratados por quien afirma quererlos! Otro efecto del maltrato infantil, lo expresa Kafka de manera clara: Me volví obediente –dice-, pero –y esto es lo más importante- “quedé interiormente dañado”. El niño maltratado, debilita su personalidad. Son niños amargados, con enorme debilidad en sus interacciones sociales. En ocasiones se vuelven muy agresivos, y en otras, muy huraños. En cualquier caso, no aprehenden a interactuar con sus congéneres, porque lo que han visto es que las personas se relacionan a las patadas, a los gritos y mediante humillaciones. Por lo general, en sus hogares se respira temor y muy poca confianza. En los hogares muy autoritarios se disminuye la comunicación, porque la única voz que se escucha es la del padre o la madre. Se vive un eterno monólogo. Padre o madre hablan, y el niño se somete. En cualquier caso, no se sabe lo que quiere el menor, lo que piensa o lo que quisiera decir. No se le consulta para nada. Él no participa en las decisiones, ya que se supone que debe obedecer para poder ser formado. Aunque resulte increíble, el maltratador cree que a golpes se “formará” el carácter del niño o niña. Supuestamente, así se volverá un adulto más fuerte. Si él hablara y escuchara a sus hijos, sabría que eso no es cierto, que le mienten sus creencias. Los niños maltratados tienen gran dificultad para expresar sus sentimientos. Es como si tuvieran un gran peso encima, porque sus vidas han sido invadidas. A eso se refiere Kafka cuando dice que quedó “interiormente dañado”: disminuido, arrugado emocionalmente, incapaz de decir lo que siente. Estos niños vivirán como jóvenes y adultos, con mayor tristeza, depresión y soledad. Sin ninguna duda, son niños más propensos al suicidio, porque carecen de identidad, seguridad, proyectos y esperanza. Para profundizar: https://www.semana.com/educacion/articulo/papa-francisco-reconciliacion-para-colombia-en-educacion/538761 Es importante resaltar que, el maltrato impacta la estructura profunda emocional, social y comunicativa del menor. De allí, que, por lo general, el daño provocado sea difícilmente reparable. Estudios psicoanalíticos de seguimiento concluyen que los padres maltratadores tienden a subvalorar al hijo y que privilegian la disciplina y el rigor. Por ello, se tornan con frecuencia arbitrarios: quieren demostrarle al hijo, que ellos siempre son los que mandan. Se sienten dueños de sus hijos y actúan como si lo fueran. Kafka lo dice de manera brillante: “Tu opinión era justa; cualquier otra era disparatada, extravagante, absurda. La confianza que tenías en ti mismo era tan grande, que no necesitabas ser consecuente para seguir teniendo siempre la razón.” Los estudios psicológicos de seguimiento han permitido encontrar dos tipos de padres maltratadores: los de personalidad muy fuerte, que avasallan al menor o, al contrario: un padre que busca en su hijo la reafirmación del yo. Pese a lo paradójico que resulte, un tipo de autoritarismo es el ejercido por quien presenta tan poco reconocimiento social, que busca en el autoritarismo un mecanismo compensatorio de autoafirmación. El padre o madre autoritario, centraliza la autoridad en el hogar e impone la disciplina sin ningún tipo de consulta, comunicación, diálogo o participación del hijo. Lo más grave, es que el contexto social y cultural tan violento en el que hemos vivido como sociedad, tiende a justificar el maltrato, el golpe y la humillación. Muchos padres y madres todavía creen que es necesario golpear y castigar a sus hijos, ya que presuponen que a futuro, los hará más fuertes. De hecho, la mitad lo sigue haciendo. Son expresiones de una sociedad enferma y violenta, que termina por justificar el castigo, el maltrato y la violencia a la mujer y a los niños. Los maltratadores siempre se ponen como ejemplo: “A mí me pegaron y no tuve problema en la vida”. No son conscientes de los efectos que el maltrato ha tenido en ellos y en los niveles de intolerancia y violencia que suele permear las relaciones entre los colombianos. Deberíamos decirles: precisamente por eso estamos como estamos en la Colombia de hoy. La cultura del vivo, de la desconfianza, de la violencia y de la trampa, se aprehende, principalmente, en los hogares colombianos. Esas familias maltratantes, también han generado una nación que obedece por miedo a los líderes autoritarios y que impide la participación democrática de la sociedad. Para leer: https://www.semana.com/opinion/articulo/existen-los-ninos-superdotados-columna-de-julian-de-zubiria/623534 En el hogar tiene que haber límites y es indiscutible que también están equivocados los padres que no los establecen y que dejan a sus hijos hacer lo que quieran. Dicen ser amigos de ellos sin darse cuenta que tenemos infinidad de amigos, pero un solo padre y madre en la vida. Por eso la pérdida de autoridad en los hogares, es un nuevo y creciente problema en las sociedades modernas, al que tendremos que referirnos en una próxima columna. Paradójicamente, la familia permisiva también expresa autoritarismo, en este caso el maltratante es el hijo y los maltratados son los propios padres. En las familias ocurre algo similar a lo que sucede en las naciones: las democráticas son las que forman hijos más felices y sanos emocionalmente. Del mismo modo, sólo las naciones democráticas garantizan el desarrollo humano. Si queremos construir familias más democráticas, debemos elevar la calidad de la comunicación en el hogar, crear condiciones para ampliar la participación de todos los miembros; aceptar y respetar los derechos y las diferencias, y mantener las decisiones en cabeza de los padres. La autoridad no se cede, pero la participación y el diálogo, tienen que elevarse. Están equivocados quienes creen que se necesita golpear a los niños para que aprendan. No aprendemos así los adultos, ¿por qué van a aprender de esa manera los menores? Están equivocados quienes siguen creyendo en pleno siglo XXI, que “la letra con sangre entra”. No se educa con rejo, ni con palos. Sin duda, hay que educar a los padres para que aprendan a poner los límites, y para que lo hagan escuchando y respetando la identidad y los derechos de cada hijo. En palabras más cotidianas, necesitamos una Pedagogía Dialogante y no una humillante. A eso se refería Kafka, cuando caracterizaba el “sistema educativo” de su padre: es un sistema para formar niños obedientes, pero dañados interiormente. ¿Eso es lo que queremos para nuestros hijos y para la sociedad?