En su último libro, titulado Crisis: Cómo Reaccionan los países en los momentos decisivos, Jared Diamond identifica los comportamientos que más ayudan a los países a superar las crisis. Estos son los más importantes: (1) reconocer que hay una situación de crisis; (2) aceptar la responsabilidad del cambio, en lugar de simplemente culpar a otros y aplazar las decisiones; (3) separar con una barrera aquellos aspectos de la vida nacional que necesitan y pueden ser cambiados de aquellos otros que, aunque no funcionen bien, no son cruciales para superar la crisis y puede resultar abrumador tratar de cambiar; y (4) ser paciente y reconocer que no todo se resuelve al primer intento.

Nadie puede dudar de que estamos en crisis, así que cumplimos la primera de las cuatro condiciones. Pero no las demás. Tanto el presidente Iván Duque como los partidos representados en el Congreso durante su mandato se empeñaron en rehuir las reformas estructurales que podrían ayudar a enfrentar problemas tan evidentes como la falta crónica de recursos fiscales, la mala calidad de la educación, la informalidad laboral y la corrupción. Al mismo tiempo, amplios estamentos de la sociedad y muchos de los líderes políticos se encuentran perplejos frente a la crisis y dubitativos sobre las prioridades de acción.

No faltan propuestas rigurosas y bien orientadas para reformar los más diversos aspectos de la economía, la protección social, el funcionamiento de la política, la administración pública y muchos otros. Lo que falta es el sentido de prioridades para cambiar lo que es necesario para superar la crisis, sin abrumarse por asuntos que no son centrales, y sin ceder al peligro de intentar cambiarlo todo sin un rumbo claro. No se trata de acabar con el “modelo” de desarrollo del país, cuya base es la economía social de mercado, en la que el mercado y el Estado se complementan y se refuerzan.

En este “modelo” las decisiones económicas y políticas surgen de la interacción de personas, empresas y organizaciones formales e informales de todo tipo que persiguen sus propios intereses económicos y sociales en un régimen democrático. Pero hay que reconocer que este “modelo” está lejos de ser infalible, como ha quedado de relieve desde que empezó la pandemia.

Como resultado de la concentración del poder económico y de la complejidad de los mecanismos de decisión del sistema político y de la administración pública, hay una alarmante desigualdad del ingreso y de la riqueza. Aunque cada año hay mejores máquinas, más tecnología y trabajadores mejor preparados, la productividad de estos recursos no es ahora más alta que hace varias décadas. Además, los métodos de producción en muchos sectores están destruyendo el medioambiente.

La principal razón del mal uso de los recursos productivos es la incapacidad de la sociedad y del Estado para coordinar esfuerzos e imponer conductas para que los recursos no se desperdicien en producciones ineficientes o en actividades socialmente improductivas o que generan daños ambientales.

De forma semejante, los avances en la educación, en gran medida, quedan desaprovechados porque más de la mitad de los trabajadores son autoempleados o trabajan en pequeños negocios de muy baja productividad. Mientras que es excesiva la oferta de profesionales en algunas carreras, hay un déficit persistente de técnicos con las habilidades que requieren las empresas.

La incorporación de la mujer al mercado laboral ha sido esencial para el crecimiento económico, pero la carga de trabajo dentro y fuera del hogar que han asumido muchas mujeres es desproporcionada frente a la que tenemos los hombres, lo cual se agravó desde la pandemia. Tampoco ha sido exitoso el sistema de pensiones vinculado al empleo formal, que no protege a quienes más protección necesitan, y en cambio genera un enorme déficit fiscal. Cada año hay que pagar más impuestos, pero la evasión tributaria sigue siendo enorme y los recursos del fisco son insuficientes para atender el creciente gasto en salud y para ofrecer protección social adecuada a los grupos más vulnerables, incluyendo a los adultos mayores pobres, los desplazados e inmigrantes y a todos aquellos que cayeron en la pobreza desde que se inició la pandemia.

Desafortunadamente no hay fórmulas simples para resolver ninguno de estos problemas. Es propio de curanderos charlatanes y de políticos populistas prometer remedios infalibles para males complejos. Como la política es tan complicada y en ocasiones tan turbia, es fácil para el electorado dejarse tentar por líderes que prometen renovar de la noche a la mañana el sistema político y que aseguran ser capaces de interpretar sin la ayuda de intermediarios políticos ni de expertos qué es lo más conveniente para el pueblo. No nos engañemos. Es más factible encontrar solución a la grave crisis en la que estamos sumidos mediante la participación política y la discusión pública bien informadas.

Esa es la principal motivación que he tenido para escribir el libro Economía esencial de Colombia: las raíces de la crisis, en el que se basa esta columna.