Estados Unidos ha sufrido cambios sociales significativos en el siglo XXI. Anteriormente, la clase dirigente en el poder era aquella que, en la calle, había construido la economía de los bienes y servicios. Eran los patriotas detrás de Procter and Gamble y Johnson y Johnson, de las automotrices y de las farmacéuticas, así como los abogados y financieros de Wall Street. El patrón de éxito y la posición de los individuos en la sociedad dependía en gran parte del dinero que habían acumulado, reflejo del sueño americano.
En las últimas dos décadas el entramado social ha cambiado radicalmente. Un fenómeno muy diciente que permite atisbar el cambio son las recientes manifestaciones pro-Trump realizadas desde yates en los diferentes puertos de país del norte. Los adinerados de antes, alineados con las clases más desfavorecidas, demostraron durante meses su rechazo a un nuevo orden en el que la clase élite cambió.
Hoy, para ser considerado exitoso en el país del norte ya no basta el reconocimiento social que da el dinero. La nueva clase emergente, educada en las mejores universidades y asociada en gran parte al boom de las tecnologías de la información, desplazó a sus predecesores en el poder, cambiando de paso el dinero como indicador de éxito por un código sofisticado y oculto de comportamientos que hacen que pertenezcas o no pertenezcas.
Los nuevos líderes tienen una visión del mundo garantista, son aficionados al buen comer, utilizan lenguaje sofisticado y son sobre todo, discriminatorios con quienes no acogen los mismos comportamientos. Se asocian en ese país a la clase dirigente demócrata, que ve en quienes no han llegado al éxito por tener una inteligencia superior sino gracias al esfuerzo, como ciudadanos de menor estatus. Como consecuencia de esta convicción consideran que merecen más que los demás, lo cual se refleja en una visión del mundo egocéntrica que hace que se sientan acreedores de mayores derechos.
Esta clase dirigente se ha vuelto inmensamente rica pero paga muy pocos impuestos, de manera que la redistribución del ingreso se ha vuelto una utopía del pasado. Prefieren vivir en el centro de las ciudades, lo cual ha disparado los precios de finca raíz y concentra más del 50% de las prometedoras firmas de capital de riesgo. Como consecuencia de su emergencia, el pacto social que permitió que los habitantes de Estados Unidos se mantuvieran unidos y se convirtieran en la mayor potencia mundial se está resquebrajando, generando tensiones sociales que están descosiendo el tejido social.
La accidentalidad, criminalidad, los incidentes de conflictos menores en las escuelas y los aviones, el consumo de drogas, las sobredosis y las compras de armas, entre muchos otros indicadores se han disparado en Estados Unidos. Cuando el entendimiento tácito sobre lo que significaba ser exitoso se rompió, emergió un vacío que ha enfrentado a los diferentes grupos sociales, fenómeno que explica la pugnacidad política del Trumpismo.
Este fenómeno no es exclusivo de los Estados Unidos. Líderes como Marie le Pen en Francia y Boris Johnson en Inglaterra encarnan valores similares al Trumpismo, en rechazo a lo que se considera un cambio de reglas impuesto y no justificado, que se reflejó en parte en las manifestaciones de los “gilets jaunes” en Francia y la aprobación del Brexit en el Reino Unido.
En Colombia, el fenómeno no ha sido igual pero podría explicar la confrontación entre el santismo y el uribismo. La sofisticación de los exponentes del santismo, sus nuevos códigos de tolerancia e ideas de vanguardia y el rechazo que ejercen para quien no piensa igual tiene visajes que se asemejan los de la nueva élite del norte. En contraposición, la idiosincrasia uribista se cimenta en los valores tradicionales de éxito, presentes durante muchos años en la estructura de poder del país y que están siendo reemplazados. Este enfrentamiento que no tiene sentido cuando es analizado desde la óptica de las inclinaciones políticas de izquierda y de derecha, se caracteriza adecuadamente a la visión de lo que está pasando en el país del norte.
Sin embargo, a diferencia de Estados Unidos, en Colombia el paradigma histórico de desarrollo del siglo anterior no hizo del país una superpotencia con movilidad social sino que mantuvo las diferencias entre clases, por lo cual el enfrentamiento de la clase trabajadora con el nuevo liderazgo no se alinea con la de la élite de antaño. El fenómeno progresista, cuya argumentación pasa por disminuir las diferencias entre los colombianos con cambios no ortodoxos en la política económica y social, ha llevado un mensaje que colma las aspiraciones de las clases menos beneficiadas en la mente de muchos colombianos. Paradójicamente, sus promesas, en los países en que se han implementado como Venezuela o Argentina, han llevado a una profundización de los conflictos sociales y la pérdida significativa de poder adquisitivo, libertades individuales y bienestar de la población.
A falta de la aceptación colectiva de unas reglas de juego sociales que durante mucho tiempo fueron referencia, puestas en duda de manera agresiva por el progresismo y relativizadas por la nueva visión de la política, el país se ha sumido en la polarización y el enfrentamiento agresivo y casi violento entre clases sociales y formas de ver el país.
Dentro de esta mezcla de visiones polarizadas subsisten realidades inalienables como que se debe atraer inversión al país, que competimos con otros países en la creación de bienestar y que para poder crear riqueza hay que repartirla, por medio de creación de empleos que agreguen valor a la sociedad y no por medio de subsidios. Si tan solo pudiésemos ponernos de acuerdo en un camino único que se base en que las fricciones se deben dejar atrás con metas comunes que generen bienestar para todos, nuestro futuro como país y como individuos sería más lúcido.