Víctor Carranza se salió con la suya. Murió de viejo, ungido por dos obispos, llevándose miles de secretos de la guerra reciente del país a la tumba, gozando de absoluta impunidad y con sus bienes intocados. Fue hasta su último suspiro el amo y señor de las minas de esmeraldas de Boyacá y del latifundio de los Llanos orientales. Aunque sus agallas le dieron para tener feudos en todo el país. Los paramilitares lo han mencionado como uno de los fundadores de estos grupos. Su nombre aparece en todos los expedientes que narran la génesis de ellos. En los tribunales de Justicia y Paz se ha dicho que financió ejércitos privados y aquella nefasta escuela de sicarios que instaló el israelita Yair Klein en el Magdalena Medio hace dos décadas. Diversos testimonios, incluido el de Salvatore Mancuso, lo relacionan con el planeamiento de la masacre de Mapiripán. En aquella ocasión un grupo conocido como los “carranceros” fue el encargado de recibir el piquete de paramilitares que viajaron desde Urabá hasta el Guaviare para expandir la estela de sangre que las AUC habían sembrado en el norte del país.  Solía decir que no conocía a los “carranceros”. No obstante, el jesuita Javier Giraldo documentó más de mil asesinatos cometidos por este grupo entre 1985 y 1995 en zonas de Meta, donde Carranza era omnipotente. A pesar de que se encontraron fosas en una de sus fincas, y de que la justicia le abrió varios procesos, nada le hizo mella. En 1998 el fiscal Alfonso Gómez Méndez lo puso tras las rejas mientras se le investigaba por la conformación de grupos paramilitares. Muchos de sus amigos pertenecientes a las elites intercedieron por él. Memorable es la llamada que le hizo Juan Manuel Santos al fiscal para verificar que en realidad hubiese una orden de captura contra el zar de las esmeraldas. Así de insólito era que alguien se atreviera a tocarlo. En el 2001 fue absuelto y después el Estado lo indemnizó con una suma cercana a 70 millones de pesos por el daño moral que se le había causado con la prisión. Respecto a los hombres armados que siempre lo rodeaban, monseñor Héctor Gutiérrez replicó candorosamente esta semana que “tenía un grupo de hombres que lo cuidaban. Algunos los llaman paramilitares, pero él me dijo que jamás ha tenido paramilitares con ideología”.  Y eso es seguro. Porque más que ideología, lo que Carranza buscó sin freno toda su vida fue construir un imperio económico y ampliar su poder. Para ser un hombre de paz, tenía demasiados enemigos. Memorables fueron sus peleas con dos que osaron disputarle la influencia en sus republiquetas: Leonidas Vargas y Yesid Nieto. Ambos murieron asesinados por sicarios, fuera de nuestras fronteras. El Estado nunca supo cuánta era su riqueza. O nunca nos lo dijo. Se rumoraba que tenía un millón de hectáreas y que en sus fincas pastaban dos millones de reses. Apenas ahora la Superintendencia de Notariado y Registro empieza a investigar el robo de baldíos que a través de las triquiñuelas más diversas están en manos de posibles testaferros del zar. El representante Iván Cepeda denunció que por lo menos 24.000 de sus hectáreas habían sido despojadas al Estado. Nunca hubo poder civil ni militar que se metiera con Carranza. En el medio periodístico todo el mundo quería desenmascararlo, pero cada vez que un reportero se metía a escudriñar en sus dominios, la mayoría salía no con una denuncia sino con un publirreportaje sobre el embrujo verde de don Víctor.  Algunos curas de Boyacá nos lo vendieron como el hombre que había hecho el milagro de llevar la paz a las minas de esmeraldas. Olvidaron contarnos que si este señor pudo controlar la violencia en el occidente de ese departamento fue porque ostentaba la hegemonía que el Estado, en todas sus instancias, le había cedido. A Carranza le permitieron tener no una sino varias republiquetas. Nadie en el Estado fue capaz de ponerle el tatequieto. Por el contrario, sucesivos gobiernos le alcahuetearon el ejercicio de un poder omnímodo en su imperio. Por eso siempre se salió con la suya. Twitter: @martaruiz66