La trayectoria del general Diego Villegas Muñoz demuestra que nuestra prolongada guerra no solo produce identidades cambiantes, sino verdades contrapuestas. Insurgentes, paramilitares y soldados, incluso narcotraficantes, han cambiado de posición con asombrosa regularidad. Esa variada escala de grises y de inestabilidades en los roles desempeñados evidencian las dinámicas de ideologización y desideologización tan propias del conflicto colombiano. Los mismos colectivos, incluso las mismas personas, pueden ejecutar acciones que no parecen serles propias. Es una de muchas realidades constatables. Sobre el general Villegas pesa todavía la presunta responsabilidad por ejecuciones extrajudiciales ocurridas en 2008, cuando fungía como comandante del Batallón Pedro Nel Ospina de la Cuarta Brigada, en Antioquia. A raíz de esos cuestionamientos que afectaron su ascenso, y con antecedentes judiciales por definir, se sometió a la Justicia Especial para la Paz (JEP) y su caso sigue pendiente de ser esclarecido. Once años después, este mismo general se plantó delante de la Comisión de Paz del Senado y de una comunidad del Catatumbo presa de la rabia y el dolor y aceptó la responsabilidad por un crimen cometido por hombres bajo su mando: el indignante asesinato de Dimar Torres, un excombatiente de las Farc que se hallaba en completo estado de indefensión. Villegas pidió perdón, desconcertando con esa confesión pública a todo el país, incluidos sus propios superiores, empezando por el incongruente y zigzagueante ministro de Defensa. El caso del general Villegas es una invitación a repensar las complejidades de la guerra y a reconocer sus tensiones y contradicciones, más allá de las verdades simples de quienes han estado supuestamente por fuera de ella. También pone de relieve las paradojas de la política, pues los mismos políticos que antes defendían su ascenso hoy piden su degradación o traslado. Tampoco los políticos tienen roles fijos. No se trata de exculpar, de que “el que peca y reza, empata”. No. El general es ambas cosas a la vez: un presunto responsable a la espera de decisiones judiciales, pero, también, un hombre de honor capaz de asumir responsabilidades públicas y, en un momento distinto de la guerra, transmitir un mensaje de transformación a las Fuerzas Armadas, que deben acompañar la transición hacia un nuevo país, el país de la paz, que esperamos la mayoría de los colombianos. El Estado no puede absolverlo sin juicio por lo primero, pero tampoco puede condenarlo por lo segundo. Para establecer su condición de eventual responsable existen la JEP y las instancias judiciales; para su rol de hombre de honor hay un reclamo de la sociedad de que su contribución pública a la verdad sea reconocida como el mensaje que una nueva institucionalidad debe transmitir a los uniformados del futuro. Sancionarlo por esto sería hacer del silencio y la impunidad sobre el crimen una política de gobierno. Hay que evitar, pues, que un rol suprima al otro. Asumamos la incomodidad.