Seguí de principio a fin la posesión de Claudia López, como si se tratara de un partido de fútbol: saqué picadas, saqué cerveza y observé paso a paso los pormenores de la transmisión: la llegada en bicicleta de la alcaldesa al parque Simón Bolívar; el canto de Totó La Momposina; la rechifla de los concurrentes cuando se enteraron de que Iván Duque envió carta, pero no asistió, pese a que los organizadores habían cambiado la tradicional ceremonia solemne por un divertido pícnic al aire libre como carnada para que el presidente se acercara. Suponían que de ese modo se haría presente, guitarra en mano, para reclamar una cesta generosa en viandas y jamones, y una pelota con la cual jugar después.
Pero el presidente en ese momento se encontraba posando con lugareños en una playa de Cartagena, mientras en las redes reclamaban su presencia en Bojayá, como si no fuera peligroso: ¿no se dan cuenta, acaso, que a Bojayá regresaron 300 paramilitares esta semana, y que resultaba más seguro confinar al primer mandatario en Bocagrande? Lo imaginaba tendido al sol –el esqueleto del América, el bafle con canciones de Lucas Arnau, el abdomen embadurnado de bloqueador–, mientras aguantaba el asedio de los vendedores ambulantes: –Presidente, ¿unas trencitas? –Gracias, jefe, paso… –¿La gafa, presidente? –Gracias, pero no. –¿Chorizo? –¡Me apunto, claro que sí! –Pero es chorizo inflable, doctor, en lancha… –Entonces paso. A diferencia de su propio pelo, el discurso de Claudia no fue corto; y a diferencia del de su pareja, no fue enredado. Se quedó, pues, en Cartagena, y no asistió a Bojayá; tampoco a la posesión de Claudia López, que significó la ventilación de la política colombiana: el acceso al poder de la clase media, de la mujer y de la generación que creció en los años ochenta, que vestía con jeans Caribú, veía Los Magníficos los viernes a las siete de la noche y oía las canciones de Compañía Ilimitada; de ahí su presencia en el escenario. Observarlos de nuevo fue como viajar en el tiempo. Están viejos pero enteros. Dentro del público estaban algunas Supernotas de Jimmy Salcedo. A diferencia de su propio pelo, el discurso de Claudia no fue corto; y a diferencia del de su pareja, no fue enredado. Se despachó casi una hora para extender su plan de gobierno y lanzar el mensaje conciliador de ceder la presidencia del Concejo a su exrival, Carlos Fernando Galán. A cambio, eso sí, de que mande a lavar su chaqueta roja. Lo dijo sin estridencias, porque esta vez solo gritó durante un coro de Totó La Momposina. La ceremonia brilló por contraste con el acto solemne de Iván Duque, frente al cual era inevitable hacer comparaciones: recuerdo el discurso de posesión del presidente –y el de deposición de Ernesto Macías–, y aquellas palabras de entonces parecen un arrume de promesas falsas sobre la reconciliación. Para hacerle justicia a los hechos, sus palabras han debido ser así: “Colombianos: Pueden estar seguros de que no cejaré ningún esfuerzo por reconciliar a Colombia, para lo cual objetaré la JEP y nombraré a Darío Acevedo para que niegue la existencia del conflicto armado. En mi gobierno, el Esmad podrá embutir estudiantes a la fuerza en carros sin placas de policía como parte de los emprendimientos de la economía naranja, la cual promoveremos prohibiendo la aplicación Uber. Combatiremos la burocracia, si bien crearemos el Viceministerio de la Creatividad, el Ministerio del Deporte y el de la Ciencia. Recuperaremos la agenda internacional viajando a la Unesco para exponer la importancia de los siete enanitos en las economías creativas; expondremos ante la ONU viejas fotos de contexto de la guerrilla en Colombia, para demostrar que están ahora en Venezuela; lanzaremos un cerco diplomático organizando un concierto en la frontera para tumbar a Maduro en cuestión de horas, y, por discreción, no tocaré en la tarima, pero me fundiré en un abrazo con Juan Guaidó, a quien reconoceré como presidente interino. Colombianos: al fin una persona de la nueva generación llega a la Presidencia; por eso, en adelante seré muy obediente con el presidente Uribe, a quien le entregaré los nombramientos de toda la cúpula militar; fumigaré con glifosato; autorizaré pilotos de fracking y subiré impuestos a la clase trabajadora. Llevaré a todos los viajes a mi hermano Andrés, por mamón que sea. Respaldaré al general Nicacio Martínez, y lo reemplazaré discretamente a final de año por un general de apellido de futbolista brasileño, Eduardo Zapateiro, cuyo gusto por el fútbol proviene, precisamente, de que en la guarnición militar que alguna vez comandó desaparecieron al padre del futbolista Juan Felipe Quintero. Y no viajaré a Bojayá, mucho menos a la posesión de Claudia López, porque me quedaré en la playa de Bocagrande: allá no compraré gafas, para que no me digan que me hago el de las gafas, pero sí un chorizo, con la esperanza de que no sea inflable. Muchas gracias”.
Le pido a Claudia López que no le suceda lo mismo: le pido que las palabras de su discurso estén a la altura de los hechos que produzca su gobierno, y sean capaces de perdurar en el tiempo, viejas pero enteras. Como Compañía Ilimitada.