En los últimos días, Colombia ha sido testigo de un poderoso despertar colectivo. El paro de transportadores a nivel nacional ha puesto de manifiesto las profundas frustraciones del pueblo colombiano hacia un Gobierno que, en medio de promesas electorales deslumbrantes, ha comenzado a demostrar su incapacidad para honrarlas. La lección es clara: la tolerancia hacia el populismo puede convertirse rápidamente en un precio muy alto que la ciudadanía no está dispuesta a pagar.

Durante la campaña, Gustavo Petro y sus aliados prometieron que no habría incrementos en el precio de los combustibles. Sin embargo, esa promesa se ha convertido en polvo con la reciente realidad del país. Los transportadores, sintiéndose traicionados y despojados de sus expectativas, han salido a las calles para expresar su descontento de manera rotunda. Es un recordatorio de que, en cualquier democracia, la gente tiene el derecho de manifestarse cuando se siente engañada, y no hay nada tan potente como la voz unida de quienes han sido ignorados.

Lo que hemos presenciado es una lección de manual sobre los populistas: prometen lo inalcanzable y, una vez en el poder, se encuentran con la dura realidad de la escasez de recursos o la falta de ejecución. El actual Gobierno, como muchos otros antes, ha cometido el error de subestimar la inteligencia de los ciudadanos, creyendo que puede culpar a las élites, a la oposición o al pasado, en lugar de asumir la responsabilidad de sus propias acciones y decisiones.

El fervor de los transportadores, que en tan solo cuatro días mostraron su fuerza y sus claros reclamos, destaca la necesidad de que los ciudadanos aprendan a discernir entre la retórica y la realidad política que enfrentan. Daniel Gutiérrez, vocero de los transportadores, dejó clara su frustración al afirmar que “el Gobierno nos mintió en campaña”. Estas palabras resuenan en un contexto global donde la desconfianza en los líderes políticos se multiplica, convirtiendo a la política en un juego en el que los más vulnerables son los que más sufren.

Desde dentro del sector del transporte, hay un escepticismo palpable hacia esta administración. Anderson Quiceno, presidente de la Asociación de Transportes de Carga, expresó que firmaron un acuerdo “de compromisos, no de realidades”, subrayando la creciente desconfianza en una administración que parece haber perdido el rumbo. En este sentido, la honestidad intelectual es un valor que debe celebrarse y premiarse en las urnas; las promesas vacías y la manipulación deben ser rechazadas con firmeza.

A medida que Colombia avanza, la sociedad tiene la oportunidad de aprender una lección vital: no es necesario recurrir a la violencia o al caos para ser escuchado. Las protestas pacíficas, como el reciente paro, subrayan que el descontento puede canalizarse de manera efectiva sin sacrificar la integridad social. La imagen de un país donde el diálogo predomina sobre la destrucción debe ser el estándar y el modelo a seguir. Qué diferencia enorme tienen las protestas que no tienen primera línea y que no son financiadas por pirómanos.

El actual Gobierno, en un intento de evadir las críticas, se aferra a la retórica de que no sabían la magnitud del déficit fiscal y que Ecopetrol es el chivo expiatorio de sus problemas. Pero este discurso solo aumenta la sensación de desconfianza. La ciudadanía exige líderes con una comprensión clara de la maquinaria estatal y la rectitud para actuar en beneficio de quienes los eligieron.

Así, Colombia se enfrenta a un momento decisivo. La elección de los líderes no debe ser una simple decisión de conveniencia, sino una reflexión profunda sobre el futuro del país. El despertar de la conciencia ciudadana, evidenciado en el paro nacional, debe llevar a una nueva era de responsabilidad política en la que la deshonestidad no tenga lugar y los compromisos se respeten. Es hora de que el pueblo colombiano exija la verdad y la integridad en su liderazgo, y, así, evitar caer nuevamente en las trampas del populismo. Solo así se podrá construir un futuro más justo y próspero.