Escribo esta columna solo porque el senador Uribe ha anunciado que presentará una ley contra la corrupción y  líderes afines a su pensamiento han anunciado una marcha nacional contra el fenómeno el primero de abril. Solo por eso. Por la gran ironía de estos anuncios. Por la enorme paradoja que representan. No es agradable, no es novedosa, no creo que esto le importe a mucha gente. Pero no pude espantar las imágenes de las seis campañas nacionales en las que,  a lo largo de 15 años,  ha sido Uribe el personaje determinante y en ellas se han presentado, uno tras otro, grandes escándalos de corrupción y de interferencia de fuerzas ilegales. Con Uribe las campañas presidenciales y las consultas populares descendieron a los infiernos.No voy a cometer el abuso de decir que Uribe ha sido el único que por acción o por omisión ha permitido la captura de las campañas por empresas privadas legales o por ominosas fuerzas ilegales. Eso se convirtió en el pan de cada día en las competencias electorales desde los años ochenta y el caso más sonado fue el de Ernesto Samper en los años noventa. Pero con Uribe estas prácticas llegaron a su apogeo e infectaron todo el tejido democrático.Le recomendamos: ¿Cuáles temas dominarán la campaña de 2018?El país recibió con asombro el triunfo arrollador  de Álvaro Uribe Vélez en la primera vuelta presidencial en la campaña de 2002. Había tenido un ascenso meteórico en las encuestas entre marzo y mayo, pero aun así nadie esperaba que dejara regados a sus rivales y liquidara la competencia antes de la segunda vuelta.La explicación vino después cuando se descubrió que los parlamentarios elegidos en marzo con la ayuda de los paramilitares –el impresionante fenómeno de la parapolítica– le pusieron a Uribe más de 1.500.000, de los 5.862.655 votos obtenidos ese 26 de mayo. Uribe ni siquiera se preocupó por disimular el hecho, gobernó con todos ellos en medio de los procesos judiciales que afrontaron.Su triunfo en 2006 fue precedido por la Yidispolítica, aquella conjura mediante la cual los ministros Sabas Pretelt y Diego Palacio compraron el voto de tres parlamentarios para garantizar la aprobación de la ley que le abriera las puertas a la reelección presidencial. Los cinco fueron condenados a cárcel,  pero él, beneficiado por la trama de corrupción, no fue tocado por la justicia y accedió cómodamente a su segundo mandato.Intentó habilitar su nombre para una segunda reelección mediante un referendo y el comité promotor de la consulta, en cabeza de Luis Guillermo Giraldo, estuvo en un largo proceso judicial por graves irregularidades en la recolección de las firmas. En esa oportunidad la Corte Constitucional se atravesó en las aspiraciones de Uribe y declaró inexequible la ley que convocaba la consulta. Luego Giraldo fue exonerado por falta de pruebas a pesar de que en algún momento aceptó su responsabilidad y firmó un preacuerdo con la Fiscalía para pagar 54 meses de cárcel.Puede leer: Una fórmula genial para la impunidadEl escándalo de la cuarta campaña apenas empieza. Ante la imposibilidad legal de poner su nombre a consideración postula a Juan Manuel Santos, su ministro de Defensa, y le sirve de jefe omnímodo de debate. Tanto, que siempre ha reclamado, sin que nadie lo desmienta, que Santos le debe completa su primera Presidencia.La mano de la compañía Odebrecht en esas elecciones había permanecido escondida, pero apareció recientemente con la contribución de 400.000 dólares para el pago de un grueso número de afiches. No fue ese el inicio de la relación entre el uribismo y la compañía, ya le habían dado 6,5 millones de dólares a  Gabriel García, viceministro y hombre de confianza de Uribe, como soborno para obtener el jugoso contrato de la Ruta del Sol.La costumbre no se pierde en la quinta campaña que pone a jugar el nombre de Óscar Iván Zuluaga a la Presidencia y en la que, además de la financiación de Odebrecht, se presenta el escabroso caso del hacker Sepúlveda y la interceptación ilegal de comunicaciones y la compra de información reservada con el propósito de golpear la campaña rival.En la sexta campaña nacional, la del No a los acuerdos de paz, en el plebiscito del 2 de octubre de 2016, fue el propio gerente de la actividad, Juan Carlos Vélez Uribe, quien salió a reconocer que habían puesto en marcha una densa estrategia de mentiras aconsejados por asesores de Brasil y Panamá y financiados por importantes empresarios del país.Le puede interesar: Germán Vargas Lleras salta al ruedoMe pregunté varias veces, antes de hacer esta columna, si sería muy forzado atribuirle a Uribe alguna responsabilidad en las campañas donde él no era candidato o directo beneficiado de los hechos de corrupción o de la interferencia de actores ilegales, pero me sentí autorizado para el planteamiento por la persistente reivindicación que hacen sus seguidores  de su liderazgo político y por el exigente control que ejerce  sobre su movimiento.La degradación de la contienda electoral no es el único daño que le ha infligido a la democracia esta corriente política –en los dos mandatos de Uribe se han descubierto 27 grandes escándalos de corrupción–, pero si es el más profundo. ¡Seis campañas, seis escándalos! No obstante, estoy seguro de que para importantes sectores del país resultará más creíble la cruzada anticorrupción del uribismo que la que adelantan algunos candidatos presidenciales sin tachas y escándalos. Es así Colombia.Puede leer más columnas de León Valencía aquí