Esto suena increíble: “En Bogotá el 65 por ciento de los encuestados cree que las cosas en la ciudad están empeorando. En diciembre de 2015 el 64 por ciento opinó en igual sentido. El 26 por ciento de los consultados cree que las cosas están mejorando, mientras en diciembre de 2015 el 30 por ciento opinó en el mismo sentido”. Por otro lado, Peñalosa ha recibido la aprobación de solo el 35 por ciento de los indagados.Son los resultados de la encuesta Gallup publicada el 1 de marzo. La percepción de la ciudadanía es que la situación está peor que en el último tramo del gobierno de Gustavo Petro. No ha valido la insistente proclama de que las cosas no iban a cambiar inmediatamente. No ha valido el cobijo amable que le han dado los medios de comunicación a la administración de Enrique Peñalosa.Es cierto que el tiempo es muy corto. Son apenas cuatro meses después del triunfo y dos meses después de haber asumido el mando de la ciudad. Pero lo más corriente es que los mandatarios tengan un periodo de gracia, un tiempo de condescendencia y aceptación. Es lo que ha ocurrido en las otras cuatro ciudades más pobladas del país. Allí los nuevos alcaldes han recibido una gran aprobación.El castigo de la opinión tiene una lógica incuestionable. Peñalosa está cometiendo los mismos errores que le endilgaban a Petro: el estímulo a la polarización y una sorprendente improvisación. Cada anuncio es un desafío, cada decisión es un invento sin estudios ni sustento.Solo que el palo de Peñalosa cae sobre sectores de la población diferentes a los que fustigaba Petro. Sobre los usuarios de TransMilenio, que recibieron de un solo golpe el alza del 11 por ciento en los tiquetes cuando el salario mínimo había recibido un aumento de apenas el 7 por ciento; que, además, en sus innumerables bloqueos y protestas por el mal servicio, sufren de primera el calificativo de simples saboteadores enviados por Petro y la presión policial en vez de alguna atención de los funcionarios de la Alcaldía.Sobre los vendedores ambulantes que sin alternativas de nuevos espacios para su trabajo afrontan la amenaza del desalojo y del despojo. Sobre los miles de funcionarios del Distrito que han perdido la esperanza de que les renueven sus contratos en una administración que ha llegado para barrer con todo lo que venía de atrás.Peñalosa ha tenido el mejor ambiente, la mejor actitud de los forjadores de opinión, para hacer las cosas con calma, para planear cada paso, pero le ha ganado la arrogancia y la bronca con la anterior administración y se ha dedicado en estos dos primeros meses a lanzar iniciativas que generan agudas controversias y socavan la confianza ciudadana.Ya se ganó la pelea con el alcalde de Mosquera, quien recibió la notificación inconsulta de que en su territorio se harían los talleres que soportarían la construcción de la primera línea del metro. Ya se empiezan a oír las voces, tímidas aún, de personas expertas en movilidad que cuestionan el cambio abrupto de todo lo que estaba en curso sobre esta obra decisiva para el futuro de la ciudad, y en sectores de la ciudadanía crece la sospecha de que lo que busca Peñalosa es dilatar y dilatar decisiones sobre el metro y, entre tanto, utilizar los recursos para crecer a TransMilenio como única alternativa de transporte.Ya levantó una polvareda con la pretensión de urbanizar 1.400 hectáreas de la reserva ambiental Thomas van der Hammen, en un momento de aguda sensibilidad por el cambio climático y por el azote de sequía y calores que está sufriendo la ciudad como consecuencia del fenómeno de El Niño. No hay peor momento que este para anunciar la vulneración de humedales o la tala de un pulmón verde.La hipótesis del alcalde y su gobierno es que la aceptación ciudadana irá creciendo con el paso del tiempo, que ahora es necesario tomar medidas que tienen un gran costo en las encuestas; que, tal como ocurrió en su administración de hace 18 años, al inicio habrá baja popularidad y al final se tendrá una buena calificación ciudadana.La hipótesis mía es muy distinta. Peñalosa no ha logrado asimilar los cambios del mundo, del país y de la ciudad en los últimos 20 años y está gobernando como si esto fuera un conglomerado urbano del siglo pasado, una Bogotá noventera.No entiende que en movilidad no hay soluciones únicas o, incluso, mejores, que es obligatoria la confluencia de todos los sistemas de transporte si se quiere mitigar el grave atasco en las grandes urbes. No entiende la emergencia de nuevas angustias: la suerte ambiental del planeta, la discriminación y la segregación, la impresionante interacción social a través de redes y contactos posmodernos.Si sigue por este camino perderá aún más apoyo popular y más temprano que tarde los medios de comunicación empezarán a hacer las preguntas pertinentes y las críticas necesarias.