"Soborno” (bribery) llama Nancy Pelosi, la jefa demócrata de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, a las presiones del presidente Donald Trump sobre su colega ucraniano para forzarlo a ayudarle en su campaña para las elecciones que vienen. Más bien parece chantaje (blackmail): “O usted me ayuda a mí a defenderme de mis adversarios electorales, o mi Gobierno le retira al suyo la ayuda militar que necesita contra la invasión rusa”. Chantaje mafioso, a cambio de, como entre los mafiosos, “protección”. Pero en fin: sea lo que sea, chantaje, soborno o quid pro quo (que es como se dice en latín “algo a cambio de algo”), pues de todas esas maneras lo han llamado los acusadores de Trump, lo cierto es que el asunto ha llegado a tal punto que pone en riesgo de destitución al presidente de los Estados Unidos. Aunque todavía falta bastante para eso, si es que a eso se llega.
No es por disculpar a Trump, que sin duda es una persona que no tiene disculpa moral alguna. Pero vale la pena señalar que lo que hoy les parece tan escandaloso a sus acusadores del Partido Demócrata norteamericano es lo mismo que han hecho siempre todos los presidentes de los Estados Unidos, sean republicanos o demócratas, con los gobernantes extranjeros, sean aliados o adversarios: amenazarlos, chantajearlos, sobornarlos, extorsionarlos, y en el más benigno de los casos ofrecerles mutuamente convenientes quid pro quos; o, si se presenta una cómoda oportunidad, bombardearlos. Que lo diga el guatemalteco Jacobo Árbenz, que lo diga el cubano Fidel Castro, que lo diga el chileno Salvador Allende, que lo diga el panameño Manuel Antonio Noriega, que lo diga el iraquí Sadam Huseín. O, en tiempos más remotos, el olvidado y efímero presidente mexicano Mariano Paredes y Arrillaga, que sufrió la invasión militar norteamericana de 1846 por la cual su país perdió la mitad de su territorio. Desde su origen hace más de 200 años, los Gobiernos de los Estados Unidos han practicado frente al resto el mundo lo que ahora se llama en inglés bullying: el matoneo del más fuerte. Y ellos han sido siempre los más fuertes. Digo que no es por disculparlo, pero Trump es el primer presidente, desde Teodoro Roosevelt hace un siglo, que además de hacerlo lo dice sin ambages: “America first”, proclama. El interés de los Estados Unidos primero. Sin escudarse detrás de fórmulas retóricas hipócritas como la “defensa de la democracia”, o aun de “la seguridad nacional”, tan amplia de espaldas, Trump es el primero que se quita la máscara de la benevolencia. Es el primero que, mintiendo en todo, como todos los presidentes de su país (o de cualquier país, pues es parte de su oficio), no miente en lo esencial, no pretende ser distinto de lo que es: un presidente de la república imperial de los Estados Unidos. ¿Y qué pretende para ella? Negocios apuntalados por su poderío militar –que es a su vez también un negocio– tanto en lo interno (el famoso complejo militar-industrial denunciado en su retirada por el presidente Eisenhower) como en lo externo: los Estados Unidos son el principal vendedor de armamento del mundo.
Y es que, como se ha señalado aquí muchas veces, Trump es igual a lo peor de los Estados Unidos, y de ahí le viene su éxito. No es un negro liberal, como Obama, un intelectual representante de minorías raciales e ideológicas y sin intereses personales propios. Sino un multimillonario hombre de negocios, racista y supremacista de su raza blanca, imperialista, nacionalista, egoísta: un norteamericano típico y representativo de lo peor que tienen los norteamericanos: los financieros “amos del universo” del Wall Street de los años noventa o los “pobres blancos” de las novelas costumbristas de Steinbeck o de Faulkner de los treinta, y, naturalmente, los superhéroes de los cómics y los protagonistas de las películas de acción de Hollywood: creyentes, todos ellos, en el “destino manifiesto” del “país de Dios” que son los Estados Unidos. Desde el poder de la presidencia Donald Trump trabaja para sí mismo: quiere ganar dinero con que los embajadores extranjeros se alojen en los hoteles de su propiedad o en sus clubes de golf, quiere construir torres Trump en Moscú y en Pionyang, quiere comprar entera la isla de Groenlandia porque es un buen negocio inmobiliario. Sus intereses son personales. Pero, como sucede con los líderes designados por el cielo, él los confunde con los intereses de su país. Y a sus seguidores les pasa lo mismo. Lo que hace el presidente Trump es comportarse en lo privado como todos sus antecesores se han comportado en lo público, y no distingue entre las dos cosas. Tal vez sea bueno que eso se sepa. O debería serlo. Pero ya lo sabíamos.