Mientras que los uribistas dirán que “termina el peor periodo presidencial de la historia”, los santistas extrañarán a “uno de los mejores estadistas de los últimas décadas”. Ni tanto que queme al ‘Santos’ ni tan poco que no lo alumbre, digo yo. La era que acaba deja aspectos positivos y negativos; aciertos indiscutibles y errores como suele pasar en la vida real, aunque por estos días en Colombia se haya refundido la escala de grises y prefiramos verlo todo simplemente en blanco y negro.Por supuesto que el paso de Juan Manuel Santos por la Casa de Nariño le aportó cosas buenas al país. Él y su exvicepresidente Germán Vargas Lleras –bueno es reconocerlo– comenzaron su administración con 700 kilómetros de dobles calzadas. Hoy entregan 2.100 kilómetros y durante estos últimos ocho años construyeron o mejoraron la infraestructura de 56 aeropuertos. En otras materias, ahora podemos entrar sin visa a 91 países y, aunque haya sido criticado por muchos, el programa Ser Pilo Paga les ha permitido a 40.000 jóvenes de bajos recursos, de cerca de 1.000 municipios, estudiar gratis en las mejores universidades e ir cerrando ciertas brechas sociales.Le sugerimos: La hora de las garantíasEs verdad que gracias a De Cero a Siempre hoy más de 1.300.000 niños, en su primera infancia, están recibiendo atención integral por parte del Estado y ministros como Alejandro Gaviria, en Salud, y Mariana Garcés, en Cultura, contribuyeron con su liderazgo a implementar acciones sobre las cuales tendrá que seguir construyendo mejoras el gobierno entrante.Podríamos decir que, al lado de estas ejecutorias, queda la sensación de un país que sigue teniendo problemas graves de inseguridad urbana, alimentada por la mala herencia de los cultivos de coca y que con enorme oportunismo el presidente que se despide convirtió a Chávez y Maduro en “nuevos mejores amigos” y ahora, cuando ya no los necesita, simplemente los llama dictadores. Será porque, como él mismo dice, “solo los idiotas no cambian de opinión”.Sin embargo, la parte más triste de su legado es aquella de una moralidad pública derruida y de una profundización nefasta de la ‘democracia transaccional’, en la que hasta los principios constitucionales terminaron siendo negociados bajo un escudo que todo lo pudo y debajo del cual todo se permitió: el de la paz a su manera; el de la paz excluyente.Santos, que pudo haber mantenido las líneas rojas que al principio se trazó, terminó saltándoselas sin sonrojarse, lo mismo en la política que en su acuerdo con las Farc.Le recomendamos: Y al final, sí quieren refundar las FarcCon el mandatario que se va este 7 de agosto vinimos a descubrir de veras lo que era el cinismo presidencial. Mientras hablaba en Estados Unidos o en Europa de lucha anticorrupción, en Colombia permitía que los Ñoños y los Musas tomaran como botín particular algunas entidades del Estado, como el Fonade, o miraba para otro lado mientras su gerente de campaña se saltaba todas las normas electorales en 2010 y en 2014 para que su señora, doña Tutina, dijera en entrevistas radiales, al final del mandato, que no creía que Prieto se hubiera equivocado y que la justicia nada le había encontrado.Hasta en estos últimos días, Santos se dedicó a ser un estadista pulcro en el exterior y un manzanillo del ‘todo vale’ en Colombia. Como lo cuenta La Silla Vacía, mientras decía sentir vergüenza por encargar tantos alcaldes en Cartagena “lo que Santos –ni nadie– mencionó es que, a lo largo de ocho años en el poder, al menos en tres ocasiones nombró alcaldes que beneficiaron políticamente al grupo de su amigo, el exsenador de La U condenado por corrupción Juancho García Romero”. Si eso no es cinismo, ¡no sé qué lo será!Le puede interesar: No es la verdad, ¡es la Comisión!Recomponer las cercas éticas que corrió el gobierno que se despide será parte de la tarea fundamental que tendrá que emprender el presidente que llega.Haber firmado un acuerdo de paz, con todo y lo bueno que ello trae consigo, no era suficiente. Santos dice que siempre hizo lo correcto y no lo popular, pero haber convocado en vez de dividir y haberse apegado a la legalidad para lograr lo que quería no solo hubiera sido lo popular, sino también lo correcto.